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El cine y el escritor

"Creo que tengo la primera frase", susurra Virginia Woolf a su marido en la película Las Horas. Es una afirmación demoledora, que deja perplejo al señor Woolf. ¡La primera frase! Ante esa primera frase, los ruegos e insistencias del marido ("es necesario que comas", "es absolutamente imprescindible que atiendas las indicaciones de los médicos") se vuelven triviales, incluso de una vulgaridad sobrecogedora. ¡Qué se puede replicar ante el hallazgo, la revelación, de esa primera frase, de esas primeras palabras que marcarán el desarrollo de la obra maestra! Unas palabras venidas de no se sabe dónde, una revelación numinosa e inesperada, que tan sólo el genio es capaz de interpretar y de reconstruir, de descodificar y de dar forma y sentido.

Esa visión hollywoodiana del escritor cada día está más en boga, se ha convertido en una especie de lugar común en la contextura mental del público. El escritor es algo así como un trujimán de primeras frases, un ser descompuesto, de vacilante moralidad y de más que dudoso equilibrio mental, que va a la caza, a la poursuite, de las frases geniales. Escribir, por tanto, a los ojos de la industria cinematográfica, y por ende, a los ojos del mundo, es algo así como el resultado de una alquimia inaferrable, un oficio a un paso de la brujería, que implica necesariamente la comunicación con otras voces (Virginia Woolf, en la película, escucha constantemente voces) y la llegada por tanto del momento sublime de la inspiración.

En definitiva, en estas películas (con sus grotescos epígonos: véanse los films dedicados a Gerald Brenan y Georges Sand), la imagen del escritor aparece totalmente distorsionada por un exceso de romanticismo; el creador se convierte necesariamente en un ser apartado de la realidad y condenado a una atormentada comunicación consigo mismo. En Las Horas, la conversación entre Virginia Woolf y el marido (el editor y periodista político Leonard Woolf) es de una trivialidad desesperante, sin ningún tipo de alusión concreta a la literatura contemporánea, sin ninguna referencia al sugerente, divertido e inaudito grupo de Bloosmbury. Virginia Woolf -por otro lado, excepcionalmente encarnada por Nicole Kidman- no aparece nunca leyendo un libro. ¡Ni falta que le hace! Es una escritora a la espera de las voces, y, por tanto, escribir es una cuestión de pura introspección, una catarsis, un estado epiléptico, casi un efecto paranormal.

Es triste ver todas estas películas y advertir cómo el público sale con la absoluta convicción de que nunca dejarán que sus hijos sean escritores. En ningún momento se alude a la responsabilidad cívica de este oficio, y la imagen que se proyecta (Woolf, Brenan, Sand, lo mismo da) es que se trata de personajes muy poco recomendables. En la cinta Las Horas, de la esquizofrenia de Woolf se pasa rápidamente, y sin grandes explicaciones, al SIDA de un laureado poeta moribundo. Por no hablar de ese Brenan transformado en corruptor de menores, o de esa Georges Sand convertida en mujerzuela beoda.

Para la industria cinematográfica tan sólo se puede escribir -crear- desde la pasión y el desenfreno. En estas películas, nadie escribe con sosiego -¡qué lejos están de ese Erasmo de Holbein!-, y en ese ritmo trepidante y sudoroso, de manos impregnadas de tinta, el único objetivo que anima al escritor es la perduración de su obra. De este modo, el director de cine confunde sus vulgares y mundanas ambiciones con las sin duda diferentes y más elevadas de sus protagonistas.

En cualquier caso, me pregunto hasta cuándo quienes amamos la literatura tendremos que ver maltratados a nuestros escritores favoritos. En manos de los directores de cine, Balzac sería un petimetre, Rimbaud un desalmado, Flaubert un patético burgués, Goethe un pedante, Wilde un cursi, Henry James un clasista, Kafka un lunático, Sterne un mujeriego. Y, sin embargo, las páginas de sus libros nos expresan la grandeza de su espíritu y la inmarcesibilidad de su ejemplo. Lo que en ningún momento se consigue en estos productos pseudointelectuales de la mercadotecnia cinematográfica, donde lo que menos importa es el escritor y su obra.

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Martí Domínguez es escritor.

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