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Columna
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El mal del hielo

No soy una experta en besos con la nariz, pero tengo entendido que los esquimales los practican a causa del frío. Cuando la raya marca muchos grados por debajo de cero, los besos con labios y lengua resultan dolorosos, incluso peligrosos. A esa temperatura, la saliva se congela y hiere. Esta imagen de los besos y las heridas es mi manera de conmemorar, en realidad de completar, con el recuerdo de los amores que matan, la conmemoración de San Valentín. A buenas horas, me dirán, y lo comprendo. Considero, sin embargo, que esa anacronía es pertinente, porque encierra por lo menos dos sentidos rigurosamente puntuales.

El primero es el desfase entre realidad y actualidad. Una de las tragedias -y no precisamente la menor- que nos impone el Tema reside en la cantidad de otros temas que nos vemos, o nos sentimos, obligados a subordinarle. A posponer, arrinconar o silenciar. A descuidar o simplificar. Temas que ponemos tan a la cola que acaban quedándose sin debate; o en un debate, epidérmico, fugaz, de meros enunciados. Lo que significa que la realidad se nos va haciendo mayormente sola, a su aire, por debajo o a espaldas de esa actualidad; con los peligros, distorsiones y (des)controles que eso, obviamente, entraña. Subrayo peligro por el helado asunto de esta columna, y porque subordinar la violencia de género a la Violencia nos ha conducido, a mi juicio, al desastre actual.

Y aquí viene el segundo sentido que anula la anacronía: la constancia. Constante, permanente, ininterrumpidamente son maltratadas y asesinadas mujeres en este país. Llevamos nueve semanas de año y ya son once las muertas. Así de junto y de claro. Y en la misma proporción que el año anterior y el previo y el precedente. Con constancia y tenacidad. Siempre igual en una cadena perpetua de terrorismo a domicilio: "Amores que matan", "¿pero en qué mundo vivimos?", "¡qué barbaridad!", "otra y van no sé cuántas". Y sigue. Suma y sigue. Y suelen seguir los "tendrían que hacer algo".

"Tendríamos", no tendrían. Tenemos que hacer algo. Y lo primero es, a mi juicio, convertir esa realidad infame en actualidad. Que nuestra sociedad -individuos e instituciones; valores y hechos legales- se ponga enteramente a pensar, sentir, reaccionar, actuar y unirse como si este terrorismo fuera el otro. Como si ETA hubiera matado once veces desde el uno de enero. Porque eso es lo que hay, un terrorismo que asesina a una persona cada seis días. Y que exige por ello igual tratamiento, similar preocupación, idéntica condena, equivalente visibilidad. Sin que valga decir que "no es lo mismo". Porque ése es precisamente el problema. Que desperdiciamos demasiada energía en montar argumentos para defender lo indefendible: que hay rangos en la opresión y el miedo, categorías en el valor de la vida humana.

El terrorismo doméstico necesita idéntico tratamiento, equivalente visibilidad. Y pienso en tantas tertulias monotemáticas, obsesivo-temáticas, que jamás abordan la violencia de género. Y me pregunto retóricamente cuánto tiempo, talento, reflexión, esfuerzo comunicativo o mala uva, va a dedicársele al juez que acaba de condenar a un arresto de seis fines de semana a un hombre que tiró a su mujer por la ventana (porque el piso no era alto). Y sé que basta con comparar el espacio dedicado a esta noticia con el revuelo que causan otras decisiones judiciales para comprender hasta qué punto estamos instalados en la discriminación y la atrocidad; y en la ignorancia de las responsabilidades colaterales.

Termino así, insistiendo en que no valen las "pruebas" de talante democrático y civilizado que no incluyen la variable de género. La defensa de la libertad y los derechos fundamentales exige también movilizarse contra el hielo que más hiere en nuestra sociedad, con peores coartadas y más saña. Sumarse a otra manifestación: ni guerra ni ETA ni prensa silenciada; ni mujeres apaleadas ni masacradas en su propia intimidad. Nunca máis.

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