En Egipto con Jamila, Hamirre y Abdel
JAMILA ESCUCHABA con poco interés las explicaciones de su profesor en el patio de la mezquita de Ibn Tulún. Seguramente les dio un codazo de complicidad a sus dos amigas cuando vieron mi inconfundible pinta de guiri. Saben que Ibn Tulún no está en las guías de la ciudad adornada con la frase de "no se lo pierda", a pesar de ser una de sus mezquitas más antiguas. Han subido como yo la empinada escalera del alminar hasta la última terraza, y cuando se topan conmigo ensayan la mejor de sus sonrisas: "Welcome to El Cairo". Mi vista se desparrama por los edificios que nos rodean, muchos inacabados, con esa costumbre tan árabe de dejar las columnas maestras al aire, por si más adelante las generaciones venideras continúan la edificación. La basura se amontona en las azoteas, y la nube de polución, tan típica aquí como la niebla londinense, desdibuja la silueta de la madraza del Sultán Hassan y los alminares de la mezquita de alabastro que emergen como periscopios en el mar del espeso tráfico cairota. Jamila, que significa "la hermosa", cubre su cabeza con un pañuelo, igual que sus dos amigas. La mayoría de las religiones tienen demasiadas contradicciones, y la mayor parte de las veces es la mujer la que carga con ellas.
Hamirre tiene apenas ocho años y sostiene en sus diminutas manos una ristra de papiros marcapáginas, que ofrece a los turistas que salen de la joyería en pleno centro de Asuán. Este comercio es una parada obligada para muchos autobuses que regresan de la visita a la gran presa, ese muro de hormigón construido por el presidente Nasser, con ayuda soviética, que aquietó las crecidas naturales del dios Nilo. Hamirre cuenta euros en cuatro o cinco idiomas y suele mirar de reojo los movimientos de los vehículos de la policía. Sabe bien que debe tener cuidado con los que visten con traje marrón. En cambio, no le inquieta la presencia cercana de la policía antiterrorista, la de traje oscuro, que mira con desafección el enjambre de críos que atosiga a los turistas que salen de la joyería, todavía con la Visa templada en una mano y el cartucho faraónico de oro en la otra. Hamirre sabe que su aspecto frágil y desvalido es una ventaja frente a sus competidores. Posa con cara de fastidio cuando un turista le encañona con una cámara digital que cuesta más dinero del que Hamirre podrá ganar en mucho tiempo. "Un euro", dice en perfecto castellano, y alarga su mano delgaducha. De repente, unos gritos nerviosos alertan de la llegada de algún coche sospechoso y el grupo de niños levanta el vuelo.
Abdel Hamid, vestido con jallabía blanca, sirve con desparpajo la omnipresente agua mineral Baraka en su puesto de bebidas del Valle de los Reyes, además de refrescos, carretes, pilas, figurillas, crema protectora... La música de Mounir suena en un polvoriento radiocasete mientras los trenecillos de feria suben y bajan a lo largo del valle para dejar al turista en la entrada del complejo funerario. Sólo faltan unas escaleras mecánicas para descender con más comodidad a visitar las excavaciones. Abdel significa hervidor, y Baraka, bendición. Sin embargo, al cruzar una pequeña conversación con él, lo que sirve son maldiciones contra la política norteamericana en esta parte del mundo.
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