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Columna
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Culpas

Esta primavera extraña y perdida en el mes de febrero, con su sol a destiempo y su carácter hospitalario, cubre de un verde pacífico los campos. La naturaleza cultivada, los sembrados que imponen su geometría discreta y laboriosa entre las casas blancas y los secaderos, respiran con una tranquilidad contagiosa, con la serenidad instantánea de una vida bien hecha. Corre el coche por la belleza acogedora de la vega, dejando a derecha y a izquierda una rutina colmada, paciente, de sensaciones y colores detenidos en su oficio diario de dar fruto, en su tarea silenciosa de equilibrar la luz y las lluvias, las energías terrenales y la mano de los campesinos. La paz exterior intensifica mi mala conciencia. Voy al hospital, necesito enfrentarme a unas pruebas, y ya imagino un sinfín de catástrofes. Un horizonte de sentencias y resultados trágicos empaña la claridad del paisaje. La sospecha, vestida con bata blanca, se acerca a la orilla del río y deja en el agua un barco de papel infectado, con la bodega cargada de radiografías, análisis de sangre acusadores y diagnósticos humillados como una carretera bajo la tempestad. No merezco otra cosa, porque hay existencias que saltan sin red al borde de un abismo, y mi cuerpo se siente como un soldado que vuelve de la guerra, después de muchos bombardeos intensivos. El dios de los cristianos no llega a desaparecer del corazón sin iglesia de los incrédulos. Está ahí, escondido en las sombras infantiles, exigiendo confesiones en el laberinto impreciso de los pecados. Uno va al hospital con mala conciencia, sin separar la carne de la culpa, la felicidad del castigo, los excesos de la factura penitente. El enfermo se sabe culpable de su enfermedad, intuye un origen moral en el frío científico de esa verdad única que le espera bajo la bóveda de las consultas y los laboratorios. No se puede fumar tanto, beber tanto, dormir tan poco.

Ni siquiera la simpatía del médico y de las enfermeras le quita al paciente el peso angustioso de la memoria. La pérdida del apetito, el malestar, la debilidad, son síntomas de una degradación. Por eso decide ser sincero, contarlo todo, jugar sin hipocresía a asumir el relato de sus costumbres, la historia descarnada que ha ido contándose a sí mismo, entre la paz de los campos, mientras se acercaba a la guillotina del hospital. Un delincuente confiesa su culpa. Ilustraciones de vísceras maltratadas, úlceras de duodeno, hernias de hiato y cánceres de colon comparten pared con paisajes bucólicos de Sierra Nevada. Y canta sin necesidad de tortura, se acusa de haber vuelto a fumar, de beber cerveza, vino, whisky, de acostarse tarde y levantarse pronto, de no hacer deporte, ni un simple paseo, ni una humilde sesión de alpinismo con la ayuda de las escaleras. El médico supone que el horario de las comidas será también un puro disparate. El enfermo, sin embargo, se encuentra inocente de ese pecado, porque come poco, pero de una forma regular. Vuelve del trabajo, pone la mesa y se sienta con la familia a comer y a comentar las noticias del telediario. ¡El telediario! ¿Usted come viendo el telediario? ¡Pero a quién se le ocurre! ¿Cómo quiere que no se le quiten las ganas de comer viendo el telediario? ¡El telediario!

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