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Columna
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Carnaval

Precisamente en esta época, en que el invierno va retirando sus vanguardias y la nieve se convierte en fango en los zócalos, el deseo de ser otro se vuelve insistente hasta el punto de provocarnos angustia. La vida se agolpa de nuevo en los tallos de los árboles, las criaturas resucitan de sus madrigueras, los sabañones se despiden de los dedos hasta el año próximo y el sol rebosa en los jardines y nos invita a pasear. Hay un crecimiento, una superpoblación, una efervescencia que hace que la savia chorree por todas partes, que nuestra sangre circule más deprisa y nos exija ser más de lo que ahora somos. Nos miramos en el espejo para esbozar un gesto de decepción: no nos basta con estos rasgos, las arrugas que nos circundan de día en día, las mismas decepciones y esperanzas que se acumulan entre ceja y ceja y forman el espeso caldo de lo que somos. La necesidad atávica de volverse de otro modo, de pertenecer a otro esqueleto que creció en otro tiempo y que resistió otros golpes se torna acuciante hasta el paroxismo, y bajan los disfraces de los vestidores y se desempolvan las máscaras. Durante los breves días que preceden a la cuaresma, un espejismo empaña las calles: nuestros vecinos han sido sustituidos por sombras desconocidas, unos engolados impostores han suplantado a las personas que nos hacen compañía en la cola del banco, en el mostrador de la tienda, en los rellanos de casa. La familia se fue para que en su lugar ocupase la salita un grupo de embozados que se agita a carcajadas y espasmos, y los amantes se palpan los rostros con desconfianza, esperando encontrar en el otro un surco que no habían cartografiado antes.

Andalucía, como el mundo, tiene fastos y conmemoraciones y ferias y romerías: pero ninguno de ellos puede competir con la fiesta pura, original, telúrica que es el Carnaval. La desintegración de las identidades, el sacrificio del pasado y del presente a la necesidad de gozar, la anulación de todas las pesadumbres mediante el método drástico de la hilaridad encuentra sólo en estas ceremonias su cabal y auténtica expresión. Hoy el Carnaval nos resulta una ruidosa puesta en escena de la alegría de vivir, pero en su origen estos mantos y estas caretas desempeñaban funciones más siniestras: se buscaba que los espíritus, esos espíritus que alimentan las zanjas de los cementerios y que conducen a los niños hasta el fondo de los pozos, no pudieran culminar sus raptos. El disfraz confundía a la muerte, que vacilaba frente a la puerta del reo que había ido a buscar; la violencia de las risotadas espantaba a los espectros que recorrían las calles invernales con mordazas y correas; cuernos y pieles de carnero impostados pretendían arrebatar a las bestias enemigas del hombre su poder sobre aquel ser escuálido y desnudo que pirueteaba frente a las hogueras. Pervive en esta anarquía multicolor el sentido de tragedia al que se refería Nietzsche al hablar de Dionisos, el dios de la Bacanal, el progenitor del drama y de la música, que contempla la vida como un ciclo irresoluble de gozo y tortura, de sufrimiento y éxtasis que el hombre debe atravesar desde el nacimiento hasta la muerte. Mañana comenzará el llanto y el rechinar de dientes, pero esas mismas bocas están hoy ocupadas riendo hasta la asfixia.

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