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Columna
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Amárica, que no América

No me atreví en su día a hablarles de Manolo Valdés, ex miembro del Equipo Crónica y excelente creador plástico, a caballo entre la tradición (el mundo de Velázquez) y la modernidad. Y no me atreví porque exponía en cierta entidad privada (el Guggy)... O, quizá, pública de titularidad yanqui. A saber. Es así de cierto y lamentable. Pudores de los modernos. Fue -y siento tener que hablar en pasado- una exposición excelente. Entre la pintura y la escultura, el artesano y el bruñidor de objetos complejos, apegado a la tradición y vanguardista, Manolo Valdés merece un lugar en el Olimpo del Arte. Pero eso pasó.

Y harto de estar tan harto... (El paisito está exultante de provincianismo: escritores de medio pelo etno-euskaldun dando lecciones de equidistancia y democratitis al resto. El histérico Martxelo hablando de torturas, que si las ha habido, uno será el primero en condenar..., como espera que el Don, Martxelo, condene los asesinatos producidos por sus admirados ¿gudaris?) Pues bien, harto de estar tan harto, volví para ver a Ramiro Arrue en el Bellas Artes de Vitoria.

Decepción. Valía para una caja de bombones Goya, pero su pintura era naïf y melindrosa. Cuadros planos sobre escenas folclóricas sin alma... y un par de cuadros a lo Arteta: su autorretrato y una chica-años-veinte. Pero -a lo hecho, pecho-, la exposición de Arrue sirvió para revisar la obra de Díaz de Olano y Fernando Amárica.

Díaz de Olano es medianamente conocido (aunque su Madre del pintor, 1906, nada tenga que envidiar al Retrato de la madre del artista, 1871, de McNeill Whistler; su Desnudo, 1895, rememore al mejor Rubens y sus paisajes urbanos oscurezcan a Pissarro y sus imágenes parisinas). Díaz de Olano, su El restaurante (1897) y demás cuadros, comienzan a reivindicarse, y son un gran capital oscurecido del país.

Pero uno -los gustos son gustos, y madre no hay más que una-, se quedó con Fernando Amárica: entre el primer modernismo de Cézanne y Sorolla, y el fauvismo. Sus cuadros tienen una fuerza inusual. Sus imágenes apelan a la razón y a los sentidos como pocos otros pintores vascos lo hacen. Mineralogía y paisaje se aúnan para dar verdaderos texturas de lo natural. Sus reflejos sobre el Ebro son abstractos avant la lettre sin perder un ápice de fisicidad. Sus aldeas, ensoñaciones de luz y color. Fauvismo puro. Fernando Amárica fue un paisajista poderoso y expresivo como ha habido pocos en el País Vasco. ¿Se le conoce? Apenas. Preferimos apelar a frailes del XVII y escritores mediocres de los años treinta en Euskadi (Aitzol. ¿Cuándo fue la última vez que Atxaga utilizó este homónimo para referirse al paisito?)

Pues bien, todo eso y mucho más lo tiene usted en el Museo de Bellas Artes de Vitoria. Sáltese, sin compasión, a los arrue. Y acceda al corazón del museo. Y si no le llegan hasta el corazón Díaz de Olano y Fernando Amárica, hágaselo mirar (su corazón).

¡Ojo! Hablamos de Amárica y no de América, embarcada hace algún tiempo, como se sabe (era Bush), en cierta cruzada por el crudo, llamado también petróleo y galipote. Yo prefiero mirar lo bello. Pero, puestos a hablar crudo, reniego de esos charlatanes de medio pelo que hablan de "paz" y no saben de la guerra, del terror que nos oprime. De esos otros que se rasgan las vestiduras (con razón, pero con teatro) en cuanto cierran un periódico, y no saben lo que vale una vida. ¡Una única vida!, que es con la que contamos.

Por Fernando Amárica, contra los asesinos de Paga, ¡viva la vida!

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