Sol y luna en el desierto de Namibia
A LA VISTA del comienzo del viaje, tenía el presentimiento de que no iba a ser uno fácil. Retraso de vuelo, con la consiguiente pérdida del enlace, problemas para recuperar equipaje... El lote completo. Era la primera vez que iba a Namibia, y viajaba por razones de trabajo.
Al llegar a Windhoek, me esperaban para ir en coche a Swakopmund, la segunda ciudad de Namibia, en la costa. El recorrido iba a ser memorable, ya que mi acompañante se equivocó de carretera y, en lugar de tomar la vía asfaltada, tomamos la del interior, sin asfaltar, sin señalizaciones; sin, por supuesto, gasolineras; sin nada. Eso sí, tuve la oportunidad de encontrarme con el desierto en toda su belleza. Yo, como mucha gente, creía que el desierto era una sucesión de dunas de arena, pero en realidad es muchísimo más que eso. Tierra yerma, montes con las rocas pulidas por el frote de esa arena que no forma dunas por toda la extensión del desierto, pero que sí está siempre presente. Me preguntaba de dónde sacaban el alimento todos los animales que vimos, como los oryx, jabalíes, jirafas, sprinboks, y otros a los que no sabía darles nombre. Después de repostar en una granja, avistamos las torres de alta tensión que suministran electricidad a ciudades como Swakopmund y Walvis Bay. Nunca he bendecido tanto una señal de civilización como ese día.
A la mañana siguiente me encontré con esas dunas que se relacionan con el desierto, y su vista me enamoró para siempre. ¿Quién ha dicho que sólo los paisajes verdes son hermosos? Unos días más tarde tuve el privilegio de ver cómo el sol se ocultaba en el mar, al mismo tiempo que la luna emergía detrás de una duna que estaba siendo despeinada por el viento. La belleza que percibí en aquel momento, la llevaré siempre pegada en mi retina.
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