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Columna
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El hombre y el loro

El hombre se llamaba Manfred Gnadinger. Pude verle a finales de los años setenta en Camelle, la aldea de la Costa de la Muerte en la que decidió instalarse como un náufrago. Pude también echar una ojeada a su museo de piedras y detritos marinos (nada muy diferente a la pintura matérica de Tàpies o cualquiera de sus imitadores en los stands de Arco). No pude hablar con él, porque el hombre, aquella temporada, practicaba el silencio riguroso. Sus amables vecinos, gentes duras del mar y poco dadas a contemplaciones, dedujeron que el hombre era un vago, un zumbado que vivía desnudo a los pies del océano Atlántico para, precisamente, no dar un palo al agua. La única duda de estas buenas gentes acerca de su extraño vecino estribaba en saber si su holgazanería superaba a su propia locura.

El loco de Camelle, Manfred Gnadinger, conocido en el siglo por el nombre de Man, fue la primera víctima mortal de la marea negra del Prestige. Esta vez no hubo cormoranes perplejos mirando al objetivo de una cámara, sino el hombre delgado de Camelle, el hombre flaco y loco de Camelle muriéndose de asco (queda más lírico decir de pena) en la cama de un hospital de la Seguridad Social. Man no pudo soportar el desastre y murió de un infarto. El hombre delgado a quien en treinta años nadie vio flaquear murió asfixiado por el fuel del Prestige.

Ahora leo en la prensa una noticia cuyo protagonista no es otro que el difunto hombre loco de Camelle, sólo que ahora se refieren a él como "el artista alemán que residía en la Costa de la Muerte". Estos cambios escaman. Las palabras, todo el mundo lo sabe, jamás son inocentes. Ahora el alemán loco era un artista afincado en Galicia. Uno de esos pintorescos guiris que desde Jorge Borrow se dejan caer por nuestra piel de toro. El caso es que la Consellería gallega de Cultura va a destinar los 300.000 euros que no gastó en la gala de los premios Max de teatro en levantar un museo en Camariñas dedicado "al artista alemán". Si a alguien le hubiesen dicho en Camariñas que un gobierno iba a gastarse un céntimo en montar un museo en honor del loco de Camelle se hubiera, simplemente, partido de la risa. Ahora todo ha cambiado.

Gracias a las proclamas antibélicas lanzadas en los premios Goya, el loco de Camelle tendrá un museo. Gracias a los actores españoles, el hombre de la Costa de la Muerte será tratado como cualquier pintor o escultor de renombre. Da lo mismo que Man no fuera nada de eso, sino exclusivamente un hombre libre. Man era lo contrario de un político. Lo contrario de un loro insincero (así llamaba el sabio Miguel Torga a los políticos: loros insinceros). Man vivía desnudo y callado, ¿puede haber algo más diferente a un político? Man tendrá su museo gracias a los políticos. Es difícil hallar una acción tan taimada como ésta: utilizar al loco de Camelle como coartada, emplear sus despojos como un escudo humano contra las críticas de eso que vagamente llaman "mundo de la cultura" y que en privado se resuelve hablando de cómicos y cantamañanas. Pienso en Man, le recuerdo una tarde de agosto de los años setenta, callado como un muerto.

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