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Columna
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La calle

La calle es ese mito político donde los movimientos sociales dejan oír su voz con la intención de que actores políticos institucionalizados e instituciones recojan sus demandas y respondan a sus requerimientos. Pero últimamente la calle anda algo revuelta y entre lenguas. Se la disputan. Nadie podrá decir en solitario que es suya. Es el talismán donde se suman las mayorías más allá de los votos (¡oh!). Es la poderosa tentación de las masas y para algunos el argumento déjà vu de la Plaza de Oriente de antes.

Las tradicionales llamadas de los movimientos sociales del estilo del feminismo, sindicalismo, antiglobalización, ecologismo, plataformas con objetivos concretos (salvar un edificio, un barrio, una huerta, una lengua, unas ruinas históricas, evitar una guerra, denunciar una política pública concreta, o la ausencia de ella, etc., etc...) a ocupar la calle se ven ahora solícitamente atendidas por los actores políticos institucionalizados (los partidos), hasta el punto que los propios Gobiernos y las instituciones públicas se convierten en adictos a la pancarta, en peatones políticos como ya ocurrió en Aragón o Euskadi.

Desde la aparición de los movimientos sociales reivindicativos no partidistas, los partidos responden de modo vario a las demandas: ignorándolas, asumiendo como propias las que les convienen, apoyándolas tímida o simbólicamente, u ofreciendo sus listas electorales a los líderes de los movimientos para convertir en clientes/votantes a los participantes en los movimientos y evitar la competencia de éstos. Parte de la recluta de personal político a derecha e izquierda se ha nutrido de dirigentes de aquellos movimientos ocasionando en ellos procesos de disolución o neutralización (la izquierda con el movimiento vecinal, la derecha con organizaciones empresariales o de la enseñanza privada) cuando no de confusión entre movimiento y partido político.

El caso es que ni así han conseguido los partidos actuantes en nuestro país evitar la proliferación de movimientos espontáneos, transversales a las opciones políticas o, simplemente, fuera de la disciplina de las agendas partidarias o gubernamentales. Por eso asistimos con cierto estupor al desmelenamiento de los líderes partidarios por aparecer bien visiblemente en los primeros lugares de las pancartas que abren manifestaciones a favor de formulaciones conectadas con posiciones éticas en principio no partidarias.

La obsesión llega a tal paroxismo que la acción parlamentaria de los líderes políticos de la oposición se refuerza con el apoyo en la calle a las reivindicaciones de los movimientos éticos independientemente de que las reglas de juego aceptadas y vigentes sean hacer oír su voz en los parlamentos, dejar la calle a los que defienden causas puntuales o a los extraparlamentarios, y favorecer sin mediatizarlo el protagonismo directo de la sociedad.

Tal es el desembarco de los partidos en las movilizaciones que hasta el partido gubernamental valenciano ha encontrado el modo de imitar a quienes critica: El próximo domingo, dará gusto ver quiénes van cogidos a las pancartas del Aigua per a tots para corroborar que la pasión por la calle ha contagiado a las instituciones autónomas. Iba a manifestarme el 15-F por la diplomacia de la paz y me quedé en casa. Bajaría a la calle el 2-M a favor (con reparos) del PHN con el que soñaron mis abuelos y mi padre pero veo más honesto dejar mi tarjeta por escrito y evitarme malentendidos.

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