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La bola de nieve de las tarifas eléctricas

La negociación durante el pasado otoño de las tarifas eléctricas ha estado dominada por el ambiente de deterioro de la situación económica y los crecientes agobios financieros que sufren las empresas eléctricas. Esa presión ha llevado a la adopción de una tarifa que intenta dar respuesta a los problemas financieros más inmediatos y deja sin abordar los verdaderos problemas del sector. El resultado no satisface a nadie. Los usuarios se encuentran con un aumento de los precios de la electricidad para este año y la seguridad de que las alzas continuarán en los siguientes. Las empresas, aunque ven mitigados sus problemas de liquidez, no consiguen despejar la incertidumbre sobre su rentabilidad a largo plazo. Las inconsistencias y los incentivos perversos inherentes al anterior sistema de tarifación no se han corregido y seguirán distorsionando las decisiones de las empresas. Se ha empujado la bola de nieve hacia delante con la esperanza de que mejore el tiempo. El problema es que, al hacerla rodar, la bola crece.

El problema no es que las empresas reclamen la recuperación del déficit, sino que se ignore el superávit que obtienen por otro lado

Desde que se inició la liberalización eléctrica en 1997, las reformas habían ido acompañadas por reducciones en los precios de la electricidad y la promesa de que esa tendencia se mantendría. Con las nuevas tarifas se abandona la senda descendente. Los precios crecen este año un 1,7% y lo seguirán haciendo los próximos siete a un ritmo cercano al 1,4% anual. Al tiempo se reconoce a las eléctricas el derecho a percibir una importante cantidad de dinero, incluyendo el pago de 1.500 millones de euros por el llamado déficit de tarifa. Para suavizar el impacto sobre los precios, estas partidas de ingresos se han diferido a lo largo de los próximos ocho años.

Contrariamente a lo que sugiere su nombre, el déficit de tarifa no supone que el conjunto de los ingresos de las empresas haya sido menor que el anticipado por la regulación o por las propias empresas. El déficit de tarifa es, simplemente, la diferencia entre la retribución que el regulador reconoce a las empresas por una serie de conceptos regulados y la retribución que las empresas efectivamente obtienen por esos conceptos. Pero las eléctricas también obtienen ingresos por otros conceptos no regulados, particularmente por la venta de electricidad en el llamado mercado mayorista. Gran parte del déficit está causado -y compensado- por el superávit de ingresos que han obtenido las empresas en el mercado al por mayor gracias a que los precios, determinados por las ofertas de las propias empresas, se han situado muy por encima de los costes y de las previsiones. En resumen, el déficit es el resultado de una regulación inconsistente que fija el precio final de la electricidad pero deja que uno de sus componentes fluctúe libremente. La suma no cuadra y ésto da un asidero legal a las eléctricas para reclamar el déficit. El problema no es que las empresas reclamen la recuperación del déficit sino que se ignore el superávit que han obtenido por el otro lado.

La nueva regulación no sólo reconoce a las empresas eléctricas el derecho a recuperar el déficit de tarifa sino que no hace nada para evitar que éste se siga produciendo en el futuro. Bastará con que las empresas fijen precios suficientemente elevados en el mercado mayorista para que el déficit reaparezca y, con él, nuevas presiones para revisar al alza las tarifas reguladas. Podría argumentarse, confiando en la bondad humana, que las empresas no se van a poner de acuerdo para elevar los precios y generar artificialmente un nuevo déficit pero, a la vista de la evolución reciente del mercado y del expediente que el Servicio de Defensa de la Competencia tiene abierto a las principales compañías eléctricas por un supuesto pacto de precios, no sería prudente confiar ciegamente en esa posibilidad.

La subida de tarifas no refleja sólo el consentimiento del gobierno frente a la pretensión de las empresas de obtener compensaciones por el déficit de tarifa. También refleja la necesidad de aumentar los ingresos de las eléctricas para hacer frente a una situación financiera difícil. La acumulación de deuda en el balance de estas empresas no se debe a las actividades eléctricas nacionales, sino a la política de expansión en nuevos mercados y de inversión en sectores desconectados del sector eléctrico. Las crisis financieras en Latinoamérica y el pinchazo de la burbuja de las nuevas tecnologías han hecho mella en los activos de las empresas y aumentado el peso de la deuda acumulada para financiarlos. Esa estrategia de crecimiento no es criticable en si misma. Corresponde a cada empresa elegir su estrategia de crecimiento y las dificultades encontradas en Latinoamérica y la pérdida de valor de las nuevas tecnologías han sido un fenómeno difícil de anticipar para muchos. Pero no ha de ser la tarifa eléctrica regulada la que compense las pérdidas.

La lista de los temas sin resolver no termina con el déficit de tarifa. Se ha establecido una nueva metodología de tarifas basada en unas previsiones bastante dudosas sobre la evolución del entorno económico -baste recordar la discrepancia entre las previsiones oficiales de inflación y la evolución real del IPC en los últimos años-. Si las previsiones se incumplen, y en ocho años hay tiempo de sobra para que esto ocurra, a las deudas ya reconocidas se sumarán otras nuevas, añadiendo nueva presión sobre los precios.

También se ha aplazado el debate sobre las políticas necesarias para incentivar la inversión y eliminar las cortapisas que la limitan y esto pese a que, después de los apagones que sufrimos hace catorce meses, el gobierno elaboró un estudio que concluye que las necesidades de inversión para mantener la seguridad del suministro eléctrico en los próximos años son enormes. La falta de credibilidad del nuevo marco tarifario a medio y largo plazo tampoco va a ayudar a las empresas a acometer grandes proyectos de inversión. Igual suerte han corrido la cuestión de la eliminación de las distorsiones en las tarifas, que desincentivan a los consumidores a comprar en el mercado libre, y los ya conocidos problemas de falta de competencia que plagan el sector.

Carlos Ocaña es profesor de la Universidad de Zaragoza

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