La opinión pública como superpotencia
La fractura de la alianza occidental (...) y las grandes manifestaciones contra la guerra en todo el mundo (...) son testimonio de que todavía puede haber dos superpotencias en el planeta: EE UU y la opinión pública mundial". Con este párrafo comenzaba su crónica Patrick E. Tyler en The New York Times el pasado lunes, y con tanto tino que, desde entonces, Opinión Pública ha empezado a escribirse con mayúsculas. Desacreditada la política, disipadas las ideologías, simplificada la consideración del mundo bajo la infantil idea del bien y el mal, ¿cómo no esperar que la opinión pública encontrara su mayor oportunidad?
Hace unos años la opinión pública apenas evitaba ser sospechosa de vulgaridad, pero ahora es temida como una fuerza que lo mismo encumbra que arrasa a un novelista, decide el poder de un líder, orienta las producciones cinematográficas, el turismo rural y hasta la fe en las religiones. El sondeo, que constituía un recurso episódico, se ha convertido en un procedimiento capital y permanente a partir del cual se hilvanan los programas de los partidos, se corrigen los proyectos de ley o se determinan, incluso, los desenlaces de Ana y los siete.
La guerra es algo demasiado sucio y brutal, un desecho macho en un planeta hembra que se ha propuesto olvidarse de la muerte y vivir mestizamente en paz
La opinión pública cuenta hoy como institución democrática: más moral que los políticos, más humana que los líderes, más libre que las instituciones
La renuncia a la guerra contribuiría a humanizar el logo norteamericano, a propiciar una simpatía que beneficiara sus negocios y su influencia popular
"El cliente siempre tiene razón" era un lema de simple cortesía. Hoy, no obstante, se ha transfigurado en la razón máxima, la razón práctica y la crítica de cualquier razón. Si las cuestiones a debatir poseyeran matices y sutilezas, las gruesas manos de las masas no las sabrían tratar, pero la nueva realidad se representa a través de caracteres crecientemente elementales.
La opinión pública, como los mismos niños, adora el no. Puede que una manifestación a favor de un parque convoque a un notable número de vecinos, pero el vecindario acudirá masivamente si la propuesta complementaria es un no al campo de golf. Los convocantes del no al trasvase del Ebro reúnen fácilmente a cientos de miles de personas, pero los organizadores valencianos y murcianos encuentran enormes dificultades para manifestarse en cantidades equivalentes para el sí.
La masa se legitima en el clamor del no. No a la contaminación, no a la autopista, no a la explotación de los niños, no al maltrato de mujeres. Y, culminantemente, no a la muerte, no a la guerra, no a la masacre humana. Así el movimiento popular se dignifica y su rostro radiante perfecciona el desorden interno o su destartalada promiscuidad.
La opinión pública cuenta hoy como institución flamante y democrática: más moral que los políticos, más humana que los líderes, más libre y verdadera que las instituciones. La opinión pública se ha convertido en la hipóstasis de las ONG, el gran corazón saludable en un mundo poblado de corrupción. ¿Cómo no prestarle atención y cuidado? Contra la grandeza de la opinión pública no se puede gobernar. Como tampoco, contra el gusto del público, pueden venderse automóviles o alimentos.
A buen seguro que Bush enmendaría su inclinación belicista si las encuestas dentro de EE UU indicaran una mayoría de electores en contra de la guerra, pero, a estas alturas, un 64% de los norteamericanos apoyan el ataque a Irak. Efectivamente, fuera de Estados Unidos es distinto, y por ello suele ser diferente la posición de los mandatarios. Schröder o Chirac oponen reparos a la intervención porque el 85% de los alemanes y el 82% de los franceses creen injustificada la guerra. ¿Por qué Aznar, con un 79% de los españoles en contra, se coloca al lado de Bush? Ni más ni menos que porque Aznar es un personaje antiguo y todavía supone que la opinión pública es una opinión menor, o una opinión más.
Ni siquiera EE UU podrá, al fin, obviar la opinión pública fuera de sus fronteras. Siendo EE UU una marca planetaria, más transnacional que Coca-Cola, es imposible que ignore la circunstancia de su mercado global. Todas las primeras marcas del mundo ajustan una y otra vez su diseño, físico y ético, al deseo de la opinión pública mundial porque una mala imagen es hoy tan peligrosa como el boicot. Desde Shell a Nike, desde Danone a Nestlé, un gran número de firmas globales han debido enmendarse y ajustar sus actuaciones para endulzar el corazón de una opinión pública adversa.
Campaña contra el hambre
American Express, por ejemplo, que abusaba con recargos en el uso de sus tarjetas, quiso remediar el enojo de los clientes no ya suprimiendo la antipática medida, sino emprendiendo una campaña contra el hambre. ¿Contaminante la química Procter & Gamble? La compañía trató de limpiar las manchas y de lavarse de paso la cara entregando limosnas a una nación africana cada vez que vendía un tambor de detergente. Si se desea triunfar en las ventas es cada vez más necesario conquistar (o comprar) la opinión del público. Lo mismo vale para la economía que para la política porque, a fin de cuentas, el valor se concentra en la imagen de la marca, y marcas son tanto los objetos como los sujetos, las mercancías como los Gobiernos o los países. Al "todo es política" de los años sesenta ha seguido el "todo es marketing".
Un reciente estudio del Pew Research Center y otro de la Marshal Fund demostraron, a finales de 2002, que todavía una mayoría de la población en 35 de los 42 países analizados apoyaba a EE UU, pero la adhesión había decrecido notoriamente. Como consecuencia, la Administración norteamericana puso de inmediato en marcha un plan para mejorar la imagen de su nación en el mundo y tratar de aliviar, sobre todo, el rechazo en países como Pakistán, Egipto, Turquía y Jordania, sus principales aliados musulmanes.
La guerra contra Irak puede costarle caro a EE UU. No sólo centenares de miles de millones de dólares en gastos militares, sino una cifra incalculable en el valor de la marca. Como consecuencia, Bush debe sopesar, junto a sus colegas empresarios, la conveniencia o no de atacar. De una parte, la manifestación espectacular de fuerza vengadora tras el 11-S puede proporcionar el provecho de contemplar a EE UU como el Imperio inequívoco, el auténtico dios del mundo. De otra parte, sin embargo, la renuncia a la guerra contribuiría a humanizar el logo norteamericano, azucarar la severidad del dominio; propiciar, en fin, una simpatía que beneficiara sus negocios y su influencia popular.
En el dilema de una operación de imagen u otra se encuentra Bush y su cohorte. Inclinados, como representantes del viejo capitalismo, a seguir la dirección de la fuerza bruta, pero sofrenados, según las reglas del nuevo capitalismo, a elegir una vía más suave y femenina, l'air du temp. Porque, como bien se conoce en el marketing, la seducción prima ahora sobre la imposición, la complicidad sobre la jerarquía y la repetición (el retro, la restauración) sobre las operaciones innovadoras. Ni en el arte, ni en la política, ni en la televisión, se lanzan proyectos de riesgo. Sólo los deportes extreme están en boga, pero precisamente éstos no convocan ni a miles de periodistas ni a millones de espectadores o votantes. La guerra es un producto demasiado sucio y brutal, un desecho macho en un planeta hembra que se ha propuesto olvidarse de la muerte y vivir mestizamente en paz.
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