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LA COLUMNA
Columna
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Guerra y representatividad

Josep Ramoneda

ES MUY DIFÍCIL hacer una guerra contra la opinión pública. Apoyarla, también. ¿Habrá guerra en Irak? Depende, en buena parte, de cómo evolucione la opinión pública americana. Depende del tiempo que tarde en resquebrajarse el consenso conseguido por Bush. Bush puede correr el riesgo de hacer una guerra contra la opinión pública mundial, pero difícilmente la haría contra la opinión de su ciudadanía. Bush, a diferencia de nuestros particulares guerreros europeos, Aznar, Berlusconi y Blair, ha sido capaz de convencer a la ciudadanía para que le respaldara en su proyecto bélico. Blair gastó enormes esfuerzos dialécticos y viajeros para seducir a los suyos, pero no lo consiguió. Aznar se ha puesto a trabajar muy tarde, cuando la tarea era ya imposible, porque la gente se había formado perfecto juicio sobre su silencio y su gusto por cortejar al presidente Bush. Es decir, que Bush irá a la guerra si la gente le sigue. Y por eso tiene prisa: por miedo a que la ciudadanía se lo repiense, como de hecho algunas encuestas empiezan a señalar. Aznar irá a la guerra si Bush lo decide, es decir, contra la mayoría de los ciudadanos españoles. Son dos maneras de entender el liderazgo. Bush sabe que necesita el arropamiento nacional, Aznar cree que le basta el arropamiento de Bush. Los partidos de la oposición, con bondadosa ingenuidad, le preguntan cuál será su voto en el Consejo de Seguridad. Es una pregunta retórica. La pregunta es otra: ¿de qué naturaleza es el compromiso o vínculo que tiene a Aznar atado a Bush? Sólo si lo supiéramos podríamos entender, por ejemplo, que este fin de semana vaya en busca de la foto ranchera con el presidente. Zapatero no tiene que esforzarse mucho. El propio Aznar se ocupa de darle los iconos para la campaña electoral.

La posición de Bush responde a la idea del mundo que tiene el sector ultrarreligioso y neoconservador del Partido Republicano que lidera Estados Unidos. Este sector ha teorizado una hegemonía basada en la fuerza militar que no busca otra legitimidad que la de sus propios ciudadanos. Su idea es gobernar el mundo desde Estados Unidos y por la voluntad de Estados Unidos. No sólo la opinión pública internacional le tiene sin cuidado, sino que se siente con autoridad y derecho para situarse por encima de las instituciones internacionales. La ONU, si no obedece, no sirve y hay que condenarla por irrelevante. Dice Pierre Hassner que las potencias marítimas protegidas por su situación geográfica y por sus riquezas se pueden permitir sustituir la guerra por el comercio, la moral y el derecho, pero las potencias terrestres tienen que batirse para defender su territorio. Según este razonamiento, el 11-S habría convertido a Estados Unidos en potencia terrestre que busca la destrucción de sus adversarios reales o figurados. La Administración republicana quiere modelar un mundo a imagen y semejanza propia.

Ésta es la razón que ha sacado tanta gente a la calle y que ha provocado tanto rechazo en las encuestas: los ciudadanos perciben que se quiere reordenar el planeta escuchando sólo a los americanos buenos. Hace ya un par de décadas que -especialmente en la vieja Europa- la ciudadanía rompe, de vez en cuando, su aparente indiferencia con movilizaciones inesperadas, y sorprendentes por sus dimensiones, más motivadas por razones éticas y de sensibilidad que por posiciones políticas. Estos movimientos se diluyen con la misma rapidez con la que aparecen. Pero hay en este caso -que desborda las fronteras nacionales de otras movilizaciones anteriores- síntomas que apuntan a una reacción política para recuperar la palabra frente al eufemismo y el engaño. La diversidad de la gente movilizada impide lo que los Gobiernos desearían: reducir su impacto, etiquetándola como pacifista y antiglobalizadora.

Hace dos semanas, en un coloquio en Venecia, Umberto Eco advirtió que estábamos asistiendo al hundimiento de la democracia representativa. Los desajustes entre Gobierno y opinión ciudadana que se están viendo estos días en diversos países confirman que algo pasa. Aznar ha intentado el descrédito de Zapatero proponiéndole un falso consenso a partir de una apropiación de la resolución de la Unión Europea. Los que reprochan a Zapatero que no cayera en la trampa que el presidente le tendió, no se dan cuenta de la importancia de lo que está ocurriendo. Y de lo urgente que es, para la salud democrática, que el sentir mayoritario tenga resonancia en las instituciones.

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