La era del hidrógeno
Cada etapa de la civilización se apoya en una energía característica. O viceversa: cada tipo de energía genera una diferente clase de civilización. La primera etapa energética surgió del esclavismo; la segunda, más suave, se basó en el carbón y, la tercera, más fluidamente, se concentró en el petróleo. La actual, por fin, va gestándose bajo el espíritu etéreo del hidrógeno.
Lo más extraordinario del hidrógeno es su omnipresencia porque se encuentra en las dos terceras partes de la masa del universo y en el 90% de sus moléculas. Hay tanto hidrógeno en nuestro mundo que no existe otro elemento que abunde más. Las ondas electromagnéticas propiciaron el milagro de hacernos ver y oír a distancia para fomentar la sensación de un planeta sin reductos. Con el hidrógeno viene abundarse en ello: la energía que necesitamos para progresar no se esconderá ya bajo el suelo ni se acantonará en unos parajes. El hidrógeno, difundido sin límites, hace de la energía un don omnipresente y sin fin.
Por el momento, aislar el hidrógeno de sus alianzas moleculares resulta caro, pero nadie duda de que llegará a ser muy barato. En febrero de 1999, Islandia anunció un plan para convertirse en la primera economía del mundo basada en el hidrógeno, según cuenta Jeremy Rifkin (La economía del hidrógeno, Paidós). Poco después, en Hawai, se puso en marcha un proyecto similar y, en su último número, The Economist se refiere a los 12.000 millones de dólares que la Administración de Bush acaba de asignar al desarrollo de las pilas de combustible de hidrógeno y a los 21.000 millones de euros destinados por la Unión Europea al mismo fin. La diferencia entre los dos Occidentes consiste en que los norteamericanos siguen pensando en el petróleo como generador de la energía necesaria para aislar el hidrógeno, mientras los europeos, más verdes, aspiran a que sean las energías alternativas las que conduzcan a ese gas. De esta última manera se alcanzaría una ecuación idílica que enlazaría el sol o el viento al hidrógeno espiritual (H, para mayor transparencia), sin ruidos, sin residuos, sin manchas. Así, la inmaterialidad de la nueva economía se correspondería con una energía inmaterial y quién sabe si, además, con una política diáfana, una cultura invisible, una moral acristalada y una sexualidad abstracta.
Esta utopía extraña en la que todo desaparece ha empezado a crearse con Internet, mediante la informática, los wireless, pero el triunfo del hidrógeno puede significar su colofón supremo. ¿Una guerra que cambia sangre por petróleo? ¿Puede imaginarse un canje más matérico y grosero? Grandes compañías transnacionales como la Royal Dutch / Shell Group, Daimler-Chrysler o Norsk Hydro trabajan ahora denodadamente sobre un porvenir energético sin chapapotes ni humos. General Motors, Nissan Toyota, Ford, Honda o Mitsubishi preparan pulquérrimos coches de hidrógeno para antes de 2010 y se anuncian pilas de combustible con esta importante particularidad: los individuos, uno a uno, podrán producir su energía particular y desarrollar también conexiones para trasvasar excedentes o proveerse de kilovatios entre ellos dentro de una red mundial.
"La transformación de usuarios pasivos de la energía en productores autónomos de energía", decía la revista Wired, "es un proceso paralelo al desarrollo progresivo de la interactividad y la autonomía en la World Wide Web". El mundo se teje sin cesar y tupidamente. ¿Para el progreso más humano de la Humanidad? Nadie es capaz de asegurarlo plenamente porque a medida que la economía se ha hecho más impalpable ha mejorado su facilidad de manipulación y al compás de la desaparición de los núcleos de poder, el poder se ha vuelto más inaprehensible. Tan inasible que, al cabo, las relaciones de producción capitalista, el ascenso y descenso de los ciclos, las plagas de los despidos masivos o las mareas de las hambrunas y la emigración no parecen otra cosa que pálpitos de la propia Naturaleza, irremediables efectos supuestamente debidos al comportamiento incalculable de la fatalidad.
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