Hacer nuevos ciudadanos
Hace casi 150 años, Maurice Joly, abogado, escritor contracorriente y buen amigo de Víctor Hugo, dio con sus huesos en la cárcel tras publicar su Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, una perspicaz sátira a favor de la democracia y en contra del despotismo. Allí tuvo tiempo de escribir El arte de medrar, que vio la luz de forma anónima en 1867 y que ha sido editado en castellano el pasado año por Círculo de Lectores.
Joly me recuerda a Rousseau. Su arte de medrar es una perfecta addenda antropológica, psicológica y sociológica a los discursos filosóficos y políticos del ciudadano de Ginebra acerca de la corrupción de nuestra civilización y del origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, que por otra parte también tienen mucho de lo primero. Pero su parecido va más allá de los textos. Es un parecido vital, de outsiders y de fracaso. Rousseau y Joly son de esos tipos humanos que, como reconoce el segundo, por una suerte de "ineptitud orgánica", son incapaces de jugar con éxito el juego de la vida. Conocen sus reglas, pero carecen de la pericia para aplicarlas, bien porque no abandonan nunca sus principios, la ética de la convicción a la que se refirió Weber, bien porque ceden a la tentación arrebatadora de sus pasiones y siguen un camino de perdición. Yo siempre he sentido una particular simpatía por este tipo de sujetos. No digo que todo el que triunfa en nuestra vida pública no lo merezca, claro que no, o que, sin más, haya seguido a pies juntillas el manual del trepa de Joly, ni tampoco que convivir con muchos de aquellos derrotados no sea difícil, pero sí que cuando la vida actual te golpea con su sofisticación, con la hipocresía, el arte de agradar y la mentira, que esconden la envidia, la traición y la mezquindad, en este mundo de apariencias que muchas veces recuerda a la Inglaterra victoriana descrita en la literatura y en el cine, uno se acuerda de aquellos hombres sin dobleces; sencillamente probos. Vivimos en unos tiempos en los que hace falta esperar a los grandes momentos para reconocer a los amigos, y muchas veces es ya demasiado tarde.
El problema no es sólo moral, sino también político y jurídico. O dicho de otro modo: nos estamos jugando nuestra propia libertad, como ciudadanos y como personas. La cultura liberal dominante, incluso si le concedemos este nombre prestigioso pensando en muchos de sus autores más clásicos y mejores, desde Locke y Kant a Rawls, pasando naturalmente por Mill y Tocqueville, ha olvidado algunas de sus ideas-fuerza principales. La privacidad de las personas y las reglas garantistas del Estado de Derecho, con las que está estrechamente emparentada desde sus orígenes decimonónicos, ya no merecen apenas respeto y se debilitan de forma imparable, a pesar de constituir en ese ideario liberal, como escribió el gran Benjamin Constant, uno de los contenidos básicos de la libertad moderna. El honor y la intimidad, cuando no son vendidos por sus titulares -autodeterminación informativa llama a esto ahora el Tribunal Constitucional-, son vilmente pisoteados por terceros que han visto en la calumnia y en la injuria instrumentos válidos para su, no diré consideración, pero sí presencia social o pública, o para su ascenso profesional. El éxito se consigue así en muchas ocasiones, o mediante la adulación hipócrita, o si ésta no funciona, mediante la difamación y la mentira contra el mismo que antes había sido adulado.
Todo esto tiene numerosos reflejos en la vida social, más allá de nuestras experiencias personales, sobre los que no terminamos de saber si son causa o efecto: 1. Programas de televisión como el llamado Tómbola de Canal 9, pero otros muchos de parecido estilo, proliferan en las cadenas de televisión publicas y privadas al tiempo que desaparece del nuevo Telecinco de Berlusconi, il caro amico de Aznar, esa cascada de humor inteligente y de crítica democrática que fue el Caiga quien caiga del Gran Wyoming. Resiste, afortunadamente, en Canal Plus, lo que no es ciertamente casualidad, Las noticias del Guiñol, que son hoy una ventana abierta contra el monopolio de la opinión, la oscuridad y la frivolidad reinantes. La televisión cumple así muy mayoritariamente una función "pedagógica", sí, pero en el mal sentido de proponer modelos de conducta debilitados en los que, como diría Joly, "sólo la calderilla de las cualidades es moneda de cambio y tiene valor apreciable"; modelos en todo caso muy alejados del ejemplo basado en el compromiso cívico, la solidaridad o el mérito y la capacidad de pensar por sí mismo. Por eso, quizá, hoy nos sorprende tanto el comportamiento de los voluntarios de Galicia, muchos de ellos jóvenes de nuestra Comunidad, que son un magnífico espejo en el que mirarse, un verdadero antídoto contra el lupus real o el trepa sin escrúpulos y una imagen a la que seguir si no fuera porque, al tiempo, pone de manifiesto la debilidad de nuestro Estado. 2. Jugamos cínicamente con autodenominados programas periodísticos de investigación que lo único que buscan, bajo un halo de seriedad, es el espectáculo y el incremento de la audiencia con la excusa de desvelar delitos o actos inicuos. Es evidente que la privacidad no puede ser nunca una coartada para delinquir, pero los medios para la averiguación de conductas antijurídicas están perfectamente descritos en los manuales básicos del Estado de Derecho, y todo lo que sea suplantarlos o atajarlos es un ataque frontal contra ese mismo Estado garantista sin el que, como intuyó Hobbes, sólo cabe la guerra de todos contra todos, la destrucción y, al final, el triunfo del más fuerte.
El PSPV y el PSOE tienen un reto importante en esta difícil materia, una vez ganen las elecciones, cosa que espero se produzca. El republicanismo cívico que representan, uno de los rostros de su nuevo socialismo, por utilizar la expresión de Jordi Sevilla, exige de forma prioritaria combatir contra estas patologías sociales fuertemente extendidas, y contra sus promotores o voceros. La llamada globalización, básicamente (a)cultural y financiera, no ayuda, por supuesto, sino que, bien al contrario, ha sido decisiva para debilitar la calidad de nuestras democracias. Soy consciente también de que esperar todo esto hoy de los políticos es situarse contracorriente, y que es difícil explicarlo y todavía más defenderlo. En algún momento hay que empezar. Sólo espero que no me pase, salvando las distancias, como a Rousseau y a Joly, que escribieron siempre para lectores de otro siglo.
José Manuel Rodríguez Uribes es profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universitat de València.
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