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Columna
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Que se enteren

La única diferencia entre una dictadura y una democracia, advirtió Charles Bukowski un día en que no estaba borracho, es que en la segunda te permiten votar antes de obligarte a obedecer. Volaban los aviones invisibles hacia la base de Morón, se construían barracones, iba el perímetro de las instalaciones americanas cubriéndose de soldados como un cuerpo muerto infestado de gusanos, y a la vez pulsaba yo el interruptor de la radio y oía a algún intelectual que protestaba contra la guerra, o me sentaba a contemplar el rictus de preocupación de los tertulianos televisivos que manifestaban su desacuerdo con el gobierno, o encontraba a gente en los bares que pedía dimisiones y exigía abandonar las armas, y pensaba: seguramente democracia debe de querer decir una cosa distinta de lo que prometen los diccionarios, porque cómo es posible que un pueblo se muestre tan unánime a la hora de emitir un juicio sobre una cuestión de tan violenta actualidad y sus dirigentes lo desoigan con la misma indiferencia que prestan al repique de la lluvia sobre las alcantarillas. Bastaba con darse un paseo por la calle y mirar un escaparate, leer un cartel o abrir un periódico para darse cuenta de que este pueblo no desea una guerra que sucede a los mismos kilómetros que las alfombras voladoras, que no está dispuesto a ser cómplice en una nueva masacre de inocentes, en el exterminio definitivo de cuatro pobres aldeas que el bloqueo ha arrasado ya suficientemente con el hambre y las epidemias. Había que ser muy miope o llevar las gafas muy mal calzadas para no darse cuenta de que los estudiantes hacían ruido, de que los jubilados cuchicheaban en los bancos de los parques, de que las amas de casa intercambiaban voces en los patios de vecinos, de que se sublevaban los dependientes de supermercado, los maestros, las secretarias, los trapecistas y los astrofísicos. Nadie estaba dispuesto a participar en una guerra que le llenaba de barro las manos y la conciencia, pero el gobierno seguía oyendo lluvia: hasta que por fin este sábado un cogotazo le obligó a prestar atención de una vez.

¿Consiste la democracia en votar antes de obedecer? ¿Se puede decir todo, como afirmó el señor Aznar en aquel mitin que desbarató la furia de un pacifista, pero no se puede hacer nada? El hombre del bigote continúa diseñando sus estrategias en lo alto de la torre, manejando cartografías, compases y ejércitos a escala, mientras abajo una muchedumbre le grita que se ha quedado solo, que sus tropas de plomo están a punto de derretirse y que haría mejor retirándolas del teatro de operaciones. Allí estuvimos todos, en la Avenida de la Constitución de Sevilla, como en Granada, en Málaga, y en Madrid y en Londres, clamando a voz en cuello para vencer el rumor de la lluvia que ensordece a nuestros gobernantes: no queremos ninguna guerra, no colaboramos con asesinos, y si esta es una verdadera democracia y no la pantomima que denunciaba Bukowski, alguno de esos caballeretes que ocupan sillones en los ministerios tendrá que acabar por oírnos y actuar en consecuencia. No queremos ser partícipes de la erradicación masiva de millares de vidas con la excusa maniquea de la lucha del Bien contra el Mal, no deseamos seguir siendo el perro de pelea de un amo desquiciado. Que se enteren.

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