Los desastres de la guerra
A diferencia de lo que ocurrió con la guerra del Golfo, o con las intervenciones militares en Kosovo y Afganistán, que contaron con un amplio respaldo de la opinión pública internacional, la inminente acción armada de los Estados Unidos en Irak es objeto de un rechazo masivo en casi todo el mundo por razones que me parecen legítimas y que comparten muchas personas que, como el autor de este artículo, fueron solidarias de las acciones aliadas para rescatar a Kuwait de la invasión de Sadam Husein, atajar el genocidio serbio contra los kosovares o derrocar al régimen terrorista de los talibanes afganos coludidos con Al Qaeda y Ben Laden.
Todas las guerras son crueles y causan innumerables víctimas inocentes, además de destrozos materiales indescriptibles a una nación, pero, pese a ello, hay guerras justas, las que sólo se pueden evitar pagando un precio mucho más alto que el que costaría asumirlas, como la que libraron las potencias occidentales contra Hitler y el nazismo. Sólo cuando es evidente que la alternativa sería mucho peor, una contienda bélica puede ser justificada, como en 1939, en nombre de los derechos humanos, la soberanía, la legalidad internacional y la libertad. La vasta oposición a una intervención armada contra Irak se debe a que, en este caso, no resulta claro, sino extremadamente turbio y confuso, qué motiva esta guerra y los objetivos que con ella se espera alcanzar.
Es verdad que Sadam Husein es un dictador sanguinario, que ha invadido a sus vecinos, utilizado armas químicas y bacteriológicas contra su propio pueblo, e instaurado un régimen policial, de censura y de terror. ¿Pero de cuántos gobernantes de su vecindad y de otras regiones del mundo se podrían decir cosas muy semejantes? ¿Qué son Irán, Siria, Libia, Arabia Saudí, Zimbabue y un buen número más de países africanos y asiáticos sino satrapías indecentes que a diario atropellan los derechos más elementales de sus ciudadanos, a los que tienen sometidos a un régimen de oscurantismo y pavor? No es pues verosímil que detrás de esta guerra se halle la loable intención de ayudar al pueblo iraquí a emanciparse de una dictadura y forjar una democracia.
Tampoco lo es que el objetivo sea obligar al régimen iraquí a desarmarse de las armas químicas, bacteriológicas y acaso atómicas que oculta, en flagrante violación de 16 resoluciones de las Naciones Unidas a las que ha hecho caso omiso, pues la existencia de este arsenal constituye un peligro para la comunidad internacional, y, en especial, los Estados Unidos, señalados desde el 11 de septiembre como el blanco número uno de Al Qaeda y demás organizaciones terroristas del integrismo islámico. Y no lo es porque no sólo Irak, sino, por desgracia, varios otros países -India, Paquistán, Israel, Corea del Norte- tienen o se afanan por tener armamentos atómicos, transgrediendo con la más insolente jactancia todos los acuerdos y resoluciones internacionales destinados a frenar la proliferación de armas de destrucción masiva y a ir reduciendo las existentes. Que Sadam Husein oculte armas vedadas es probablemente cierto, aun cuando los inspectores de la ONU -buscadores de agujas en un pajar- no den con ellas. Pero que, en las actuales circunstancias, ese régimen empobrecido por un embargo severo y poco menos que en andrajos pueda atentar contra las potencias occidentales -y la megapotencia estadounidense-, cuya respuesta automática lo volatilizaría en pocos minutos, parece más que inverosímil: una pesadilla delirante. Por lo demás, si esta fuera la razón, la prioridad debería tenerla no Irak, sino la Corea del Norte de Kim Jong Il, que, a la vez que reanudaba sus experimentos atómicos, acaba de lanzar una desmesurada bravata, amenazando a Estados Unidos con ¡un ataque atómico preventivo contra las ciudades norteamericanas¡
Las razones esgrimidas por Washington para justificar una acción armada contra Irak son débiles e insuficientes, y dejan siempre flotando en el aire la sensación de que Irak y Sadam Husein han sido elegidos, entre otros dictadorzuelos y tiranías, más para llevar a cabo un escarmiento ejemplar que desagravie psicológica y moralmente a Estados Unidos de los horrendos atentados, la humillación y los miles de muertos del 11 de septiembre, que por las causas que expusieron ante el Consejo de Seguridad el presidente Bush y el general Powell al pedir a la comunidad de naciones su apoyo para la guerra.
Y, sin duda, aumenta la incomodidad y el malestar que esta iniciativa beligerante despierta en muchos amigos y admiradores de Estados Unidos -entre los que me cuento- el que Irak sea, después de Arabia Saudita, el país que dispone de las reservas más grandes de petróleo en el mundo. En la prensa norteamericana de los últimos días este asunto se ventila sin el menor disfraz: el futuro aprovisionamiento de combustible de los grandes países occidentales no puede estar en manos de tiranuelos irresponsables que, por fanatismo, codicia o cualquier otro motivo despreciable, podrían ejercitar sobre aquellos un chantaje feroz, paralizando sus industrias y desplomando sus niveles de vida. ¿Qué papel juega este análisis en la decisión del Gobierno de Bush de intervenir en Irak con o sin la aprobación de las Naciones Unidas? El sólo tener que formularse esta interrogación es, para mí, un motivo más que suficiente para rechazar esta guerra y condenarla.
Curiosa guerra de Irak, que aún no ha comenzado y ha dejado ya sembrado el campo de tullidos, contusos y malheridos. Una de sus primeras víctimas ha sido la OTAN, que, en su medio siglo de historia, nunca había dado el espectáculo de crisis y división que ha exhibido en estos días, cuando Alemania, Francia y Bélgica vetaron la protección que reclamaba Turquía, país miembro de la organización, en caso de una confrontación armada en Irak. El argumento de los tres gobiernos objetores fue que, apoyar ese pedido, presuponía un aval a la intervención militar contra la que tienen serias prevenciones. Esto ha llevado a muchos a preguntarse si todavía tiene sentido que exista la OTAN, ahora que desapareció la Unión Soviética y cuando, entre los países que integran el Tratado, hay antagonismos tan visibles y drásticos como los que el tema de Irak ha sacado a la luz del día, entre Estados Unidos y ciertos países europeos, y entre las propias naciones de Europa. En efecto ¿lo tiene?
Irak ha sido el corrosivo que ha disuelto la educada mascarada que los países empeñados en construir la Unión Europea representaban respecto a lo quedeberán ser en el futuro las relaciones de Europa con los Estados Unidos, mostrando al desnudo las dos posiciones radicalmente opuestas que existen en su seno, y que, analizadas en frío, son tan profundas y tan graves que podrían significar un obstáculo insuperable para la integración. Francia se empeñaba en difundir la tesis que sólo Gran Bretaña entendía Europa como una asociación concebida en estrecha alianza política, económica y militar con Estados Unidos, pero las ocurrencias de las últimas semanas han mostrado que la "Pérfida Albión" no está sola, sino bastante bien acompañada, en semejante concepción de lo que debería ser la futura Europa. Si no fuera así, ¿se hubieran arriesgado tantos gobiernos europeos, pese a la oposición mayoritaria de sus pueblos a la guerra, a proclamar su solidaridad abierta con los Estados Unidos en sus planes bélicos? Esta postura es rechazada con energía por Alemania y Francia, la columna vertebral de la Unión Europea, para quienes esta confederación de naciones debe erigirse en absoluta independencia de Estados Unidos y como un contrapoder -un competidor y hasta un rival- de la megapotencia mundial. Se equivocan quienes suponen que esta es una divergencia coyuntural, originada por la crisis de Irak. Por el contrario, esta última ha sido apenas la circunstancia o pretexto que la ha sacado de la penumbra en que se escondía a la estentórea luz. ¿Podrán las naciones europeas enfrentadas por culpa de Sadam Husein, luego de que esta tragedia concluya, reabsorber sus abismales diferencias y restablecer el denominador común ahora mellado? Lo menos que puede decirse es que no será tan fácil y que, por lo tanto, la edificación de Europa habrá sido una de las primeras víctimas de la guerra de Irak.
Las sucesos de estos días han reactivado la enemistad y el odio que los Estados Unidos inspiran a europeos de distintos linajes, a veces por razones políticas e ideológicas, y, otras, simplemente por el resentimiento y la envidia que normalmente despierta la primera potencia mundial. No sólo los nostálgicos del comunismo y del fascismo, a quienes vemos -espectáculo obsceno si los hay- tomados del brazo manifestando contra la guerra, sino muchos demócratas convictos y confesos de toda la vida, irritados por una acción a todas luces arbitraria y prepotente de la Administración Bush, se dejan ganar por un clima de vituperio y caricaturización grotesca de lo que es y representa Estados Unidos, retrocediéndonos al maniqueísmo de la guerra fría. Quienes actúan de este modo, olvidan que en Estados Unidos hay una movilización muy importante contra la acción armada en Irak, y que más de un tercio de la sociedad norteamericana la rechaza. Oponerse a esta guerra de Irak no es combatir a los Estados Unidos, sino defender los principios de libertad y de legalidad que hicieron de la tierra de Lincoln y de Martín Luther King la más fuerte y próspera democracia del mundo.
© Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003.
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