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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un clamor mundial

Millones de manifestantes se han echado a las calles en medio mundo para oponerse a una guerra contra Irak, uniéndose así al coro de dirigentes políticos que piden a Washington que dé una oportunidad a la paz. En España, la afluencia masiva en las principales ciudades ha puesto de relieve de forma espectacular, como en otros países en circunstancias similares, el foso que separa a opiniones públicas y Gobiernos. La oposición popular a la guerra es tanto más acusada cuanto mayor es el apoyo oficial de sus Gobiernos a los planes bélicos de Bush. España, Italia o Reino Unido son ejemplos contundentes. En este último país, la enrocada actitud de Blair como fiel escudero de Washington puede llevarle al desastre político. Haría bien Aznar mirándose en el espejo de su amigo Blair.

El corolario de lo sucedido ayer en Europa occidental es claro: si sus Gobiernos carecen de una política exterior común, los ciudadanos sí parecen tenerla. Blair, Aznar o Berlusconi pueden sentirse hipnotizados por la Casa Blanca, pero sus pueblos decididamente no comparten el hechizo. La política no la hacen las manifestaciones, pero ignorar la calle es insensato en una democracia: son los pueblos quienes eligen a sus gobernantes, no al revés.

La casi unanimidad de unas ciudades en pie de paz contrasta con las graves discrepancias que sobre Irak, y para deleite de Sadam, están cuarteando los más relevantes ámbitos de decisión a ambos lados del Atlántico, desde la OTAN y la Unión Europea (ambas en proceso de redefinición) hasta la misma ONU, cuyo Consejo de Seguridad va a ser definitivamente puesto a prueba tras el informe presentado el viernes por Hans Blix. En este ámbito, la cumbre extraordinaria de la UE, mañana, representa una oportunidad para salvar los muebles. Tanto más importante cuanto que el cisma de la OTAN, tres meses después de su proclamada refundación en Praga, unido al ocasionado por la carta de los ocho en defensa de Bush, ha reducido a un sarcasmo la pretendida voz única de Europa proclamada en Maastricht.

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La preocupante falla que se abre entre EE UU y Europa occidental, en estos momentos el espacio traidor por antonomasia para la Administración de EE UU, abarca también a sus opiniones públicas. Los estadounidenses, traumatizados por la magnitud del 11-S, creen mayoritariamente que es necesario abortar cualquier amenaza potencial a su seguridad antes de que pueda concretarse. A este lado del océano -Gobiernos de peso incluidos- muchos piensan que aquella tragedia ha oscurecido el juicio de quienes dirigen los destinos de la única superpotencia. Percepciones diferentes que allí utiliza el ala más ultra para proclamar que el multilateralismo es una utopía y que la cooperación con Europa debe jibarizarse.

Las marchas han sido una expresión ambulante de lo anticipado por las encuestas. Los ciudadanos de la vieja y aislada Europa, en palabras del agresivo Donald Rumsfeld, se oponen a una guerra contra el déspota iraquí sin el mandato de Naciones Unidas. Consideran que Sadam Husein no representa actualmente una amenaza fuera de sus fronteras. Y que, pese a la letra de la resolución 1.441 de la ONU, la eventualidad de que lo sea en el futuro puede ser neutralizada y no merece los costos humanos, la injusticia y los riesgos que acarreará el conflicto bélico.

En el caso español, el divorcio progresivo entre el Gobierno y la calle ha pasado ya una abultada factura, visible ayer en nuestras ciudades. La conexión con la ciudadanía se ha hecho aquí de la peor manera posible. José María Aznar ha esquivado el toro desde el principio, y cuando finalmente ha decidido dar explicaciones lo ha hecho, y lo repetirá el martes, en un corsé procedimental que impide el verdadero e imprescindible debate. El resultado es una clamorosa soledad, incluso respecto de socios como CiU y Coalición Canaria, que no pueden aliviar las complacientes entrevistas televisivas ni los folletos en los que el partido gobernante, hurtando siempre el cuerpo a cuerpo, da ahora su versión de los hechos. Así, soldados españoles pueden acabar interviniendo en la guerra en ciernes sin que la sociedad haya tenido la oportunidad de expresarse articuladamente.

Parece evidente a estas alturas que Bush ha perdido la batalla de la opinión pública a nivel global. Desde Vietnam no se ha conocido un clamor como el expresado ayer. Pero es poco probable que, pese a que las voces en favor de la paz parecen ganar terreno, eso disuada a la Casa Blanca en sus elaborados planes bélicos. En buena medida, la dinámica de la intervención armada desatada por EE UU está ya al margen de los hechos, ocurridos o venideros. Tiene que ver no sólo con sus colosales preparativos militares, que alcanzarán su cénit en los próximos días, sino también con un concepto de credibilidad en materia exterior acuñado a lo largo de los años y pulido hasta extremos peligrosos por el círculo íntimo de Bush. Su premisa es que Estados Unidos debe actuar ahora para seguir inspirando en el futuro todo el temor necesario a quienes se planteen desafiar un orden cuyo último garante y ejecutor de las normas es la propia hiperpotencia.

En consecuencia, EE UU actúa como si no necesitara aliados o como si fuera a encontrar en otra parte socios más fiables que los europeos. Un error de dimensiones históricas que puede acabar costándole, en un mundo progresivamente inseguro, el apoyo y la cooperación de aquellos más imprescindibles. Y, en cualquier caso, de los más necesarios para esa posguerra de Irak que se otea en el ominoso horizonte.

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