El gorila blanco
Nadie discute las cualidades atléticas de Oliver Khan; tiene un largo historial de éxitos, y probablemente será quien mejor interprete durante varios años más el triple papel de oso, gato y cocodrilo. Si acaso, hay una inquietante duda sobre él: es un gran portero, pero quizá se haya equivocado de portería. Personajes dotados de su repertorio de bufidos, soplamocos y salivazos pueden aspirar a aventuras más emocionantes que el fútbol. Por ejemplo, haría para Martin Scorcese un excelente chulo de barrio y, por supuesto, un soberbio portero de noche en su versión más comprometida: la de matón de discoteca.
Está claro que sólo somos relativamente dueños de nuestro propio aspecto. No podemos reprocharle que lleve una araña agarrada al entrecejo, ni tampoco ese hirsutismo de estropajo que le permite repetir sin esfuerzo alguno el despliegue gestual de los simios más avanzados de Africa. Al fin y al cabo hay gente capaz de imitar dignamente el balido de la cabra o el canto de la gallina clueca o el noble gruñido del cerdo ibérico en distintas ferias y programas de televisión.
Ni siquiera es novedad que un deportista de primer nivel necesite acalorarse para rendir en el punto de máxima exigencia. Desde Alfredo di Stéfano hasta Eric Cantona hay una nutrida muestra de deportistas hoscos y revirados que seguían ese mismo sistema de afirmación profesional. Como bien recuerdan los aficionados, el tenista John MacEnroe, alias Sulfurín, solía buscarse un enemigo entre los jueces de silla. Gracias a su dedicación logró reunir un fabuloso memorial de agravios a las madres de esos apacibles seres a quienes la competición había reservado un oscuro destino de cigüeñas.
Tampoco carece de antecedentes la extravagancia de los porteros. Algunos de los más afamados colegas de Oliver, pongamos por caso La Bruja Maier, El Chino Banks o El Loco Gatti, no vinieron al mundo para repartir nardos ni para hacer publicidad de la crema hidratante. Tenían, eso sí, el pintoresco encanto que siempre distinguió la estética de la excentricidad: eran tres bengalas sobre un tapete.
El fenómeno Khan entra, sin embargo, en los dominios del feísmo y la zoología. Y es sorprendente que la mercadotecnia lo haya ignorado tanto. Quizá no sea un buen vendedor de cromos, bufandas o camisetas, pero sería un estupendo vendedor de bozales.
Hasta el momento los especialistas no han llegado a un acuerdo sobre las verdaderas razones por las cuales se ha enemistado con el mundo. En realidad son muy simples: se levanta de la cama, se mira al espejo y se lleva un susto que le dura todo el día.
Es urgente que alguien le ponga un sedante bajo la almohada. Aunque, bien pensado, quizá baste con un plátano.
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