"El club no aguanta un soplo"
Gil advierte de que sin él al frente, la entidad entrará en proceso de quiebra y desaparecerá
"El Atlético no aguanta ni un soplo de nada", dijo ayer el sentenciado Gregorio Jesús Gil y Gil después de casi cuatro años de procedimientos judiciales, con un marcapasos en el pecho y a punto de cumplir 70 años. Acababa de repasar la sentencia que lo condena a tres años y medio de cárcel por apropiación indebida y estafa. Y advertía de que, o seguía al mando del club, o, simplemente, el club debía darse por "desaparecido".
El todavía dueño del Atlético de Madrid pidió serenidad al verse estruendosamente rodeado por una avalancha de cámaras de televisión: "Tranquilos, tranquilos". Él mismo se mostró bastante más calmado. Bastante más dueño de sí que el 22 de diciembre de 1999, cuando la apertura del proceso del caso Atlético, las investigaciones instadas por el fiscal anticorrupción Carlos Castresana, y la administración judicial impuesta en las oficinas del estadio Calderón lo pusieron contra las cuerdas y lo llevaron a convocar una conferencia de prensa en el mismo sitio que ayer: su morada madrileña, el Club Financiero Inmobiliario.
"¡Hay que mover ese jarrón!", organizó Gil, para improvisar la conferencia. Había terminado de valorar la sentencia con sus asesores jurídicos y se disponía a comentar su reacción públicamente. Estaba de pie contra la barra de un bar, acomodándose las gafas y con un libreto en la mano derecha, escrito a grandes caracteres en letra de imprenta mayúscula que tardó dos líneas en olvidar: "Lo que se demostró en el juicio no guarda relación con la sentencia...". A partir de ahí, se dejó llevar por la memoria y la inspiración.
Junto a su abogado, el doctor en Derecho Procesal Horacio Oliva, Gil rebatió a grandes brochazos los argumentos jurídicos de la sentencia, proclamó "errores" magistrales, adujo la prescripción de algún delito, y advirtió de que si le arrebatan la gestión del Atlético, el apocalipsis para el club será total e inevitable.
"Lo más grave es que el Atlético está para muy poquitas bromas", dijo, con voz áspera y vibrante. "No aguanta ni un soplo de nada. Y si me lo quitan, que sepan que a nadie le interesa un club en quiebra, desaparecido".
Gil aclaró que sentía un "gran respeto por la Sala" que lo había sentenciado. Luego osciló entre los augurios amargos y su clásico discurso en torno a la conspiración generalizada contra su persona: "Éste es el precio que tengo que pagar por mi delito político. Soy objeto de una persecución, el caso está politizado, la fiscalía me quiere quitar el club, arruinarme, meterme en la cárcel y desprestigiarme en los medios de comunicación que controlan. Yo, ya estoy acostumbrado a los golpes. Pero tengo un marcapasos y un ser humano no merece este trato. No he robado nada".
Rubí y la defunción
Metido en el calor de sus declaraciones, Gil volvió sobre sus pasos para reafirmar las mismas cosas que proclamó hace tres años. En concreto, que es el Atlético el que está en deuda con él, y no al revés, como dictan sus acusadores: "Es el Atlético el que me debe a mí 2.800 millones de pesetas, y esto ha sido avalado por los interventores. Mientras yo esté ahí seguiré intentando ir cumpliendo compromisos. Según un estudio, la familia Gil ha perdido 9.000 millones por cada año que el club ha pasado en Segunda. Ahora, si nos meten otro Rubí [en referencia al administrador judicial nombrado en 1999] firmamos la defunción".
"Me piden que ponga 2.700 millones de pesetas [16,2 millones de euros]", continuó; "y por poner, ya puse y sigo poniendo todos los días. Todos los días hay que poner dinero en el Atlético, y por el Atlético he seguido hipotecándome todos estos años. Esta oficina donde ahora estamos está hipotecada. Y a mí me pueden quitar del medio, pero un club en quiebra es insalvable. Ése es el principal problema del Atlético ahora".
Emitido su torrente de emociones, números y juicios, Gil regresó al laberinto interior del Club Inmobiliario, acompañado por su abogado y un guardaespaldas. En la recepción, tras la barra, quedó una señora destapando botellines de un cuarto de cerveza -chac, chac, chac...- y una decena de empleados que se movían nerviosos por la sala decorada con cerámicas policromadas, relieves de escenas marineras, jarrones chinos, sofás y muros revestidos de mármol gris neblina.
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