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La reforma institucional pendiente en América Latina

Jorge G. Castañeda

Es un hecho que las economías latinoamericanas no crecen al ritmo que se necesita, que se quiere, y que se esperaba. El año pasado, el crecimiento promedio de las economías de la región fue el más bajo desde 1995; aparte de las debacles argentina y venezolana, incluso Brasil y México padecieron mermas en su ingreso per cápita.

Desde hace casi veinte años, prácticamente todas las naciones de la región emprendieron, con mayor o menor vigor y conciencia las llamadas reformas estructurales de sus economías: apertura comercial, finanzas públicas sanas y de preferencia superavitarias, inflación bajo control, privatizaciones a granel, atracción de la inversión extranjera; en una palabra, el llamado Consenso de Washington. Con la excepción de Chile hasta 1999, ningún país latinoamericano ha podido alcanzar, gracias a estas reformas, la meta para la cual fueron diseñadas y puestas en práctica, a saber, tasas de crecimiento equivalentes o superiores a las que imperaron durante la llamada industrialización vía sustitución de importaciones. Por tanto, ningún país ha podido reducir de manera perdurable la pobreza o la desigualdad, ni mejorar la calidad y el nivel de vida de la población. De manera esquemática, he allí el actual panorama desolador de América Latina.

Las explicaciones de este lamentable estado de las cosas se empalman con las recetas para salir del mismo. Dejando a un lado el pretexto del entorno internacional adverso -las cifras muestran que los países ricos han crecido más que los países pobres o medios durante los últimos dos, diez, veinte o cuarenta años, cuando toda la teoría económica indica que debiera suceder lo contrario-, destacan dos tipos de explicación, ambos de índole económica. La primera, que podríamos llamar de derecha, atribuye a la insuficiencia de las reformas la modestia de los resultados: faltan privatizaciones, superávit fiscal, apertura, o en todo caso, tiempo. La clave, según esta explicación, consiste en perseverar, y no perder el camino o la fe. La otra interpretación, de modo simplista categorizada como de izquierda, asigna la responsabilidad por la ausencia de frutos a las reformas en sí mismas: la naturaleza intrínseca del "neoliberalismo" conduce de modo inevitable no sólo a magros logros en materia de crecimiento económico, sino incluso a retrocesos en materia de desigualdad, pobreza, etcétera.

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Ambas explicaciones parten de un diagnóstico económico, y desembocan en recetas económicas, lo cual parece bastante lógico tratándose de asuntos económicos. Y sin embargo, la realidad ha tendido a desmentir las dos tesis: incluso el país donde las reformas se profundizaron más -Chile- ya enfrenta un relativo estancamiento, y la búsqueda de senderos innovadores "anti-neoliberales" ha llevado hasta ahora al caos o a una simple prolongación del mismo estancamiento. El dilema es tal que las agencias financieras internacionales ya hablan de las reformas de segunda generación, generalmente refiriéndose a la gobernabilidad, a reformas del aparato estatal, transparencia, servicio civil, mayor eficiencia en el gasto público, etcétera, buscando así una clave para dilucidar el enigma.

El carácter insatisfactorio de las dos explicaciones anteriormente mencionadas, así como la confusa definición de las "reformas de segunda generación", ha derivado en tiempos recientes a un cuestionamiento a la "calidad institucional" en América Latina. Creo, por mi parte, que aquí yace el principio de explicación del fracaso latinoamericano de años recientes. En efecto, es probable que las causas profundas de la parquedad de resultados de las reformas económicas no residan en el ámbito macroeconómico, sino en las imperfecciones -o graves defectos- institucionales de los regímenes políticos latinoamericanos, sobre todo ya ahora en condiciones de democracia, condiciones desconocidas para muchos de nuestros países, o vigentes sólo esporádicamente a lo largo del último siglo.

Por años, los países de la región transitaron por la historia con una institucionalidad que podríamos llamar disfrazada: regímenes autoritarios disfrazados de presidenciales, Estados de orden disfrazados de Estados de derecho, imposiciones de un grupo a otro disfrazados de consensos consentidos, la perpetuación de oligarquías en el poder disfrazadas de alternancias formales, regímenes especiales de derechos, de propiedad y fiscales disfrazados de justicia social, congresos impotentes y malpreparados y Ejecutivos omnipotentes y tecnocráticos disfrazados de separación de poderes, una presencia y penetración extranjera semicoloniales disfrazadas de defensa soberana juridicista y de nacionalismo folclorista.

Este esquema, aplicable de manera variada a cada país en cada periodo histórico, fue diversamente funcional durante décadas. Llegó a poseer virtudes innegables: en países donde obviamente no imperaban circunstancias propicias para la observación estricta de las constituciones liberales inspiradas en la de Estados Unidos y en las ideas de la Ilustración, permitió construir un modus vivendi en sociedades fragmentadas, en naciones de formación incompleta, en ámbitos de violencia desbordada. Pero es evidente que ya en condiciones de democracia, y en el mundo globalizado del siglo XXI, esta gran simulación latinoamericana es insostenible. No sólo dejó de ser funcional, sino contraproducente; se transformó en su contrario: de bálsamo fáctico a veneno vivencial.

Por ello, muchos piensan ya que la asignatura pendiente en América Latina -y por lo tanto en México también- consiste en la ejecución de grandes reformas institucionales, de amplias modificaciones en el funcionamiento de los Gobiernos, de las leyes, de los poderes y de las instituciones, no por prurito académico o purismo jurídico-político, sino porque la meta por todos anhelada -el crecimiento económico, la creación y distribución de riqueza, la generación de empleos y de oportunidades- sólo será posible en un contexto de "calidad institucional" superior, de funcionalidad gubernamental superior, de una correspondencia superior entre la realidad y la ley, entre las intenciones y los resultados, entre la letra y los hechos.

Desde esta óptica, la respuesta al acertijo del crecimiento económico fallido se hallaría donde suelen reposar las respuestas inencontrables a los problemas económicos: en la política. Por una sencilla razón: la única manera de persistir con las reformas estructurales -si eso se busca- o de imponerle un rostro humano al "neoliberalismo" -si eso se quiere- o de construir una alternativa al Consenso de Washington -si eso se desea- es a través de instituciones a la vez democráticas y funcionales, algo de lo que, con muy contadas excepciones, América Latina nunca ha gozado y que urge construir.

Jorge Castañeda ha sido ministro de Relaciones Exteriores de México, y es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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