Bello y conmovedor melodrama de Isabel Coixet
El festival rectifica su decisión de suprimir las traducciones simultáneas al español
Ayer fue un día español en la Berlinale. Su director, Dieter Kossli, convocó a los cronistas e informadores españoles y latinoamericanos, que días antes proclamaron sentirse discriminados por la supresión de este idioma de las traducciones simultáneas de películas y conferencias de prensa, y les comunicó que cancelaba la medida y que la traducción al español se reanudará hoy. Esta buena noticia fue preludiada por la calurosa acogida a Mi vida sin mí, de Isabel Coixet, que arrancó una ovación unánime.
Toda la película discurre sobre una cadencia triste pero misteriosamente vivificadora e incluso consoladora
La evidencia de que Mi vida sin mí enganchó, envolvió y conmovió a los 2.000 espectadores que llenaban la sesión de prensa del Berlinale Palast no estuvo sólo en la cerrada y unánime ovación que arrancó de una sala llena de disparidades de criterio, sino también en una particularidad del intenso silencio de donde arrancaron los aplausos. En la jerga de los festivales hay quien llama húmedos a estos silencios audibles, pues son la expresión de un ánimo colectivo en vilo y de una identificación con la pantalla en el mismísimo borde de la lágrima contenida y a punto de verterse.
Hay en la forma que Isabel Coixet tiene de desplegar su película una inteligentísima llamada a la musicalidad escondida del suceso, a ese melo envolvente del drama con que el gran maestro del género, Douglas Sirk, convocaba lo que de obvio tiene todo verdadero melodrama, que es su condición de drama compuesto como música. La silenciosa musicalidad interior de Mi vida sin mí se percibe ante todo en su porosidad y en que toda la película discurre sobre una cadencia triste, pero misteriosamente vivificadora e incluso consoladora.
No es el suyo un artificio de viejo dramón campanudo y vociferante, sino un relato apaciguado, aunque muy vivaz, que está filmado a media voz, con magnífico verismo y con pudor y elegancia, sin escapar nunca de las fronteras de lo verosímil. No hay en Mi vida sin mí llamadas al patetismo, aunque lo que cuenta -y no desvelo a traición la película, porque arranca precisamente de ahí- sea un suceso íntimo que se presta a ello. El caso de una mujer muy joven, casada y con dos hijos, que vive en una humilde casa de la periferia de una ciudad canadiense, y que un mal día conoce que tras las náuseas que experimenta últimamente no está ese nuevo niño que sospechaba, sino un cáncer invasor que acabará con su vida en unas semanas.
La infortunada mujer -en una escena de escalofriante sinceridad y verdad de la magnífica Sarah Polley, que atrapa al espectador desde el mismísimo comienzo y ya no lo suelta- encaja con coraje y desolación la brutal evidencia, y la película arranca de ahí, llevada de la mano, temblorosa y al mismo tiempo muy firme, de una Isabel Coixet ya en pleno dominio de su oficio, pues maneja con alta y apasionante soltura, además de con un amor desbordado a su personaje, los movimientos del destino de esa mujer, calando tan hondo en dolor y en el estado de serenidad a que este dolor la conduce, que casi se toca físicamente la riada sentimental que se produce en el espacio que separa a la pantalla de la sala.
Para poder dominar estas formas extremas y deslizantes del sufrimiento, los cineastas que se embarcan en la aventura de filmarlos necesitan inexcusablemente de dos cosas. La primera es mucho tacto y mucho sentido de la contención. De lo contrario, de no contar con ambas cosas, a la primera exageración y a la primera disonancia que se produzca en el melo o en el drama, el público se defiende de la intromisión del dolor en su mirada con una risita involuntaria de consecuencias devastadoras, porque echa abajo y reduce a escombros todo el encanto del flujo sentimental. Pero Isabel Coixet puso de manifiesto ayer aquí que es capaz de sostener con delicada energía un peligrosísimo relato situado en los bordes de un ridículo que jamás llega.
La segunda cosa que exige una aventura cinematográfica como la emprendida por Isabel Coixet en Mi vida sin mí es un juego de intérpretes capaces de rozar lo sublime y hacernos entrar, y lograr que nos sintamos cómodos en ellos, en territorios -como éste de los movimientos de un espíritu ante la conciencia de que la muerte se le viene encima- de los que por lo general la gente tiende a huir despavorida, sin querer que nadie les recuerde la soga dentro de la casa del ahorcado.
El trabajo medular de la protagonista absoluta de esta hermosa película, Sarah Polley, es básico y extraordinariamente competente, pero no podía funcionar del todo si no estuviese orgánicamente engarzado y sostenido por sus colegas de la apoyatura del reparto. Y dentro de este reparto hay una serie de pequeñas miniaturas, de creaciones minimalistas, de extraordinaria fuerza y precisión.
Hay que destacar las de Leonor Watling, Scott Speedman, Amanda Plummer, Deborah Harry y Mark Ruffalo, entre otros rostros de la larga galería de espejos en que esta conmovedora mujer moribunda se mira, y desde ellos nos mira, antes de apagarse y dejarnos a sus atribulados espectadores a oscuras.
Y cerraron ese buen día español que fue ayer la participación en el Panorama, donde obtuvo una respuesta entusiasmada, la coproducción española con Argentina titulada Kamchatka, dirigida por Marcelo Piñeyro, que es una obra de gran calado en la averiguación por el cine argentino de la catástrofe histórica que su país vive desde hace décadas. Y la preciosa película de Imanol Uribe El viaje de Carol, que ha sido seleccionada para participar en el rincón de los niños llamado Kinderfilmfest, desde donde llegan algunos ecos de que ha funcionado a la perfección.
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