El pensamiento cautivo
En un libro de memorias fascinante, El pensamiento cautivo, el poeta Czeslaw Milosz describe el prodigioso proceso de transformación ideológica que se produjo en Polonia tras la II Guerra Mundial, cuando los comunistas ocuparon el poder. Sin citar nombres, pero aludiendo a casos verídicos, Milosz relata cómo intelectuales católicos o socialistas iban poco a poco, día a día, artículo a artículo, mudando sus opiniones, hasta convertirse en sumisas fotocopias del modelo de intelectual orgánico que el régimen comunista polaco había diseñado para ellos. Quizás, en su momento, habrá que aludir al período de gobierno de Aznar para confirmar la aparición entre nosotros de ese mismo fenómeno.
Es evidente que gran parte de las adhesiones intelectuales que el presidente del Gobierno ha recibido entre nosotros se debían a su contundente postura frente a ETA. Se ha producido un corrimiento ideológico, en el campo intelectual, que partiendo de la socialdemocracia (cuando no del comunismo irredento) ha derivado a la firme asunción de principios conservadores. Esta evolución (aunque en este caso viniera condicionada por elementos externos, como la existencia del terrorismo y su variada gama de coacciones, exclusiones y amenazas) es, al igual que toda evolución ideológica, completamente legítima. Pero lo sería más si además hubiera abandonado, del izquierdismo originario, una cierta vocación de comisariado político que condiciona, critica y descalifica sistemáticamente las opiniones de los demás cada vez que estas molestan a sus jerarcas monclovitas, a sus burocratizados jefes de fila.
En política, como en la vida, se cumple una superstición absolutamente indemostrable pero que opera con eficacia matemática: cuando algo empieza a ir bien, todo irá bien, del mismo modo que cuando algo empieza a ir mal, todo irá mal. Las elecciones al Parlamento vasco, de recuerdo vario para sus distintos intervinientes, marcaron una inflexión en la suerte del Partido Popular, que había gozado hasta entonces de varios años de calma política, gentileza mediática y una bien trabada red de apologistas. A partir de las elecciones vascas, las cosas comienzan a torcerse. De pronto la oposición socialista se hace creíble; la catástrofe del Prestige despierta mareas de descontento; por fin, la entrega de los Goya y el contundente no a la guerra en Irak, bandera que han alzado las gentes del cine, culmina la existencia de una oposición no ya sólo política, sino también social, que proyecta una larga sombra sobre el Gobierno del Estado.
Pero asombrosamente, ello no ha supuesto por parte del Gobierno ningún cambio en su estrategia social y mediática. Sigue actuando con la prepotencia del principio y opina que toda leve objeción a su doctrina responde, cuando menos, a la irresponsabilidad y, cuando más, al antipatriotismo. Todo esto fuera del País Vasco, por supuesto, ya que aquí esa misma objeción tiene un diagnóstico aún más contundente: cuando más, terrorismo puro y duro, cuando menos, complicidad consciente y declarada.
Por eso apena, ante la rigidez argumental del Gobierno, que sus articulistas se lancen a protegerle con la misma uniformidad dialéctica. A lo largo de toda esta semana se han oído y leído las opiniones más atrabiliarias, humillantes y sesgadas acerca del movimiento contrario a la guerra que han liderado rostros conocidos del cine y del teatro. Antiguos progresistas se ven en la obligación, no sólo de defender la política belicista de un Gobierno en mala racha, sino acusar de cobardía, inconsciencia o irresponsabilidad a legítimas posturas en contra de la guerra, como si la sempiterna letanía en contra de ETA fuera el único discurso válido y legítimo, como si la existencia de ETA nos obligara a silenciar cualquier otra protesta, como si el drama que aquí vivimos garantizara al Gobierno español el derecho a perpetrar o justificar nuevas tragedias en otros puntos del planeta.
Al pensamiento único se le añade el pensamiento cautivo, el de aquellos que critican con las tripas a los que aún no han perdido el coraje de criticar.
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