La moto
La moto tiene mala fama. La tiene entre quienes no la usan, porque los que utilizan ese tipo de vehículos suelen ser muy afectos, cuando no fanáticos del medio. Para muchos automovilistas los moteros son unos individuos peligrosos que se juegan la vida sobre una máquina altamente inestable, poniendo también en riesgo la integridad de los demás. Un juicio que por generalizado resulta injusto porque la mayoría de los motoristas saben lo que llevan entre manos y son prudentes. Son aquellos que entienden que sobre una moto no hay carrocería que les preserve de los golpes y toman precauciones para evitar que un vehículo de cuatro ruedas les arrolle. Personas cabales que respetan las normas de circulación y no se les ocurre rodar por el asfalto sin una indumentaria adecuada que amortigüe los posibles impactos y abrasiones en caso de caída. Aquellos que siempre llevan un casco de verdad capaz de protegerles eficazmente de un accidente, no esos sombreritos quitamultas con los que estúpidamente algunos tratan de burlar una exigencia legal pensada precisamente para salvaguardar su integridad física. Éstos, en definitiva, son quienes saben sacarle al vehículo de dos ruedas todas las ventajas que ofrece, economía, sensación de libertad y agilidad en la ciudad, conjurando sabiamente sus posibles inconvenientes.
Por desgracia, son muchos, muchísimos, también los que a bordo de una moto constituyen un auténtico peligro para el prójimo y para sí mismos. Y no sólo hablo de esos adolescentes atolondrados cuya hombría consideran directamente proporcional al número de acelerones y cabriolas que ejecuten sobre su máquina ratonera. O esos otros jóvenes, y no tan jóvenes, que apremiados por sus empresas de mensajería o reparto a domicilio tratan de cumplir los horarios brujuleando entre los parachoques. Me refiero sobre todo a quienes utilizan la moto para descargar su agresividad. Individuos que modifican el tubo de escape provocando un ruido infernal y que pilotan el vehículo tratando de mostrar en todo momento su preponderancia sobre el resto de los humanos. Ellos necesitan llamar la atención y compensar sus complejos exhibiendo la potencia de su máquina como si fuera una prolongación de la propia anatomía. Son, para que nos entendamos, unos auténticos gilipollas, que consiguen realmente hacerse notar propagando esa mala imagen del motorista a la que antes aludía.
Ésta es, a grandes rasgos, la situación en medio de la cual el concejal de Circulación del Ayuntamiento de Madrid, Sigfrido Herráez, vuelve a hacer gala de su arrojo y osadía al proponer medidas concretas para fomentar el uso de la moto en la capital. Él asegura que una moto en la calle es un coche menos en un atasco y que si Madrid incrementara su parque de motocicletas de forma significativa el tráfico mejoraría en igual medida.
Barcelona sería, en principio, el ejemplo a seguir; allí se circula mejor habiendo más del doble de motos que aquí con un número de habitantes muy similar. Tiene su lógica, el clima en la Ciudad Condal es bastante más benigno que el de la meseta, y además, en Barcelona existe una cultura de moto de la que carecemos en Madrid. Una cultura que consiste en que la utilice desde un alto directivo de cualquier empresa hasta un modesto albañil y que ninguno de ellos aparque el vehículo encima de la acera ni lo deje cruzado en un paso de peatones.
La idea del concejal Herráez es crear 14.000 plazas de aparcamientos en las principales calles de Madrid y después ponerse serio con los que dejan la moto tirada en cualquier sitio. Está claro que para mejorar el trafico de nuestra ciudad hay que trabajar en muchos frentes y éste puede ser uno de ellos. Fomentar la utilización de vehículos de dos ruedas es una medida interesante siempre que vaya acompañada de acciones encaminadas a corregir los malos usos y modos imperantes sobre el asfalto. Acciones capaces de crear esa cultura de la moto que en Madrid tanto escasea y que constituye un elemento indispensable tanto para la adecuada utilización de este medio de locomoción como para fomentar el respeto de los automovilistas a los moteros, y viceversa. Tenga dos o cuatro ruedas, el problema nunca es el tipo de vehículo, sino quienes lo conducen.
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