Havel o la improbable pervivencia del héroe
Havel ha sido para muchos de nosotros el héroe democrático absoluto. Con apenas 20 años, interpela en 1956 a los participantes en el Congreso de la Unión Oficial de Escritores por su cobardía frente al totalitarismo comunista y, desde entonces, con su actividad como escritor y hombre de teatro, con su permanente acción ciudadana para conquistar espacios de libertad, con su obsesión por situar la moral en el corazón de la política -"la política no es sino la ética puesta en práctica", escribe en Meditaciones de verano-, se convierte en el emblema de las esperanzas democráticas en el último tercio del siglo XX. Contestación y disidencia, los años de cárcel, el movimiento de los 77, los textos y los discursos, la revolución de terciopelo, las obras teatrales y las 144 Cartas a Olga, las cuatro elecciones generales ganadas (1989, 1990, 1993 y 1998) son acciones y lemas -"el escritor es la conciencia de su país"- que nos ayudan a creer que la democracia es aún posible. Pero sobre todo para los españoles del antifranquismo y de la transición democrática que tuvieron que aceptar el sepultamiento primero y la falsificación después de la memoria de su lucha, a quienes se les ha obligado a aplaudir que el viaje sin escalas desde el Movimiento Nacional y las Cortes franquistas a La Moncloa, así como la persistencia en el poder de los mismos bancos y las mismas familias, eran el modelo perfecto de transición democrática, el ejemplo de Havel entrando en la Presidencia desde la cárcel ha sido una confortadora revancha.
Claro que ese héroe está situado en un contexto personal y público, y desde él y sus opciones ha tenido que ejercer el poder durante una larga década. La cuestión, pues, no es lo que Havel ha hecho con el poder, sino lo que el poder le ha hecho a él. John Keane ha dedicado más de 500 páginas (Václav Havel, A political tragedy in six acts, Bloomsbury, 1999) a tan apasionante exploración, cuyo balance final, a pesar del tema de los Sudetes y de la ruptura de Checoslovaquia, es positivo. La función de filósofo-rey no logró desanclarlo de la moral de la responsabilidad. Por ello resulta tan incongruente la no solicitada adhesión de Havel a la guerra del presidente Bush en Irak y su firma de la carta de los nueve, ya que la opinión pública de su país, en un porcentaje superior al 75%, como la de la totalidad de los países europeos, está muy mayoritariamente en contra de la guerra si no existe evidencia bastante de armas masivas y sin el correspondiente mandato de la ONU. Un demócrata radical como Havel sólo puede decidirse por la guerra si la apoyan los pueblos, no los políticos. Pero es que, además, con ello se opta por Bush frente a la comunidad mundial y frente a Europa.
Havel ha obrado de esta manera cediendo al reflejo atlantista de la clase política, y no de la población, de los países de la Europa central y oriental, que se considera europea por occidental y no occidental por europea, lo que en este momento de la ampliación y de los esfuerzos pedidos a los miembros de la Unión resulta muy perturbador. Pero el atlantismo de Havel no es de ahora. Del 12 al 14 de junio de 1991 se iba a lanzar en Praga la Confederación Europea, iniciativa conjunta de Mitterrand y Havel cuyo propósito era crear el marco institucional de la gran Europa democrática que la caída del muro de Berlín había hecho posible. Para su puesta en marcha se establecieron una serie de comisiones y fui elegido presidente de la de Cultura, lo que me permitió vivir desde dentro esta peripecia. Cuando ya estábamos en Praga, los miembros del núcleo inicial del proyecto, más de 400 personas, Bush sénior, entonces presidente, llamó a Havel para pedirle que renunciase a esa iniciativa. Nuestro héroe no resistió al Imperio y enterramos la Confederación. Dos años después se invitó a Bush, que había concluido su mandato, a los cursos de verano de El Escorial de los que yo entonces me ocupaba. En una cena de comensales reducidos, el 14 de agosto de 1993, le pregunté sobre su supuesta llamada a Havel y sobre la reacción de éste. Y me contestó que había existido y que volvería a existir cada vez que peligrasen los intereses de Estados Unidos. Como ahora, con la carta de los nueve. Los intereses USA siguen mandando.
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