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53º FESTIVAL DE BERLÍN

Alan Parker abre la Berlinale con un 'thriller' hueco y lleno de malos trucos

La dirección del certamen suprime la traducción simultánea de las películas al español

La traducción simultánea de las películas a este y otros idiomas es parte de la sustancia de la Berlinale desde los tiempos fundacionales de Alfred Bauer. Hace una década, un gesto de arbitrariedad del anterior equipo directivo suprimió el español de las traducciones, pero percibieron a tiempo el racismo cultural que la bárbara medida llevaba dentro y rectificaron. Pero ahora -en un mundo donde la moral represora avanza sin obstáculos y sin mirar atrás- aquella mutilación ha vuelto a repetirse y deja sin idioma propio a decenas de informadores.

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Sorprende, y tiene gracia e ironía involuntarias, que esta medida represora contra el español ocurriese ayer, el mismo día en que dos ejes esenciales del aparato informativo de Alemania, el magacine digital Focus y el diario Frankfurter Allgmeine, expusieran, uno a los internautas alemanes y otro a los lectores de a pie de este país, que con el idioma español se puede hablar con 500 millones de personas, de las que más de 300 lo tienen como lengua materna, y que "los alemanes apuestan cada vez más por el español como idioma clave para la cultura y los negocios".

Si se tiene en cuenta que un festival cinematográfico es mitad cultura y mitad negocio, todo indica que el señor Dieter Kosslick, nuevo jefe de la Berlinale, se apuntó ayer al carro de los desinformados absolutos y se hizo aspirante al título de campeón alemán de ese arte tan español que consiste en tirar piedras al tejado propio.

Propósitos

Y si hace dos días, en su presentación de esta Berlinale, quiso Kosslick ponerle como consigna (sic) "la tolerancia y sinónimos suyos como circunspección, comprensión, indulgencia, generosidad, liberalidad, clemencia, respeto, consideración, aceptación, complacencia, protección, apertura de espíritu, anchura de espíritu, magnanimidad", hay que quitarse el sombrero por la rapidez, 24 horas, con que este caballero ha tirado por los suelos tan hermosa y evangélica letanía de buenos propósitos.

Y, para colmo de errores, ayer, día de arranque del concurso de películas del que el idioma español ha sido expulsado, la película de postín, la que la dirección de la Berlinale puso en el gran escaparate de la gala nocturna, es un pésimo thriller titulado La vida de David Gale. En él gente tan magnífica como Kevin Spacey, Kate Winslet y Laura Linney, embarcados por Alan Parker en un guión tan aparatoso y hueco como su propia dirección, desperdiciaron su talento en una película amañada, llena de malos trucos situacionales y argumentales y que degrada un tan noble empeño como el de la lucha contra la pena de muerte, ese asesinato legal que sigue envileciendo la vida en Estados Unidos.

Como contrapartida también concursó In the world, una hermosa película, de recia y conmovedora ficción documental, escrita y dirigida por el británico Michael Winterbottom, que sigue sacando excelente cine de cuanto toca con su cámara. Aquí reconstruye el enorme y atroz recorrido de infierno en infierno un niño afgano errante, que escapa de la miseria de su país y atraviesa Pakistán, Irán, Turquía, Italia y Francia, para llegar a Londres y quedar allí atrapado en otro pozo de miseria absoluta y sin salida.

China milenaria

Si Winterbottom trajo una amarga y dura, pero consoladora y emocionante, incursión en el lado oscuro del cine, Zhang Yimou se tomó un respiro en su larga busca del lado luminoso de la vida moderna y voló a la China milenaria, tirando del hilo de una frondosa leyenda, un poema lleno de color y de dolor, atravesado por una deslumbradora luminosidad y formalizado en una ceremonia trágica de rotunda vistosidad y fuerza plástica a veces portentosa.

Pero el ritual ideado por Zhang Yimou -en el que hay resonancias tan dispares como el genial y febril Rashomon, de Akira Kurosawa; y, mucho más cerca, el gozoso juego de amoríos y batallas de artes marciales que soñó Ang Lee en Tigre y dragón- tiene un armazón tan férreo y a veces tan hermético que su exceso de pureza fatiga y satura un poco. Es un drama solidísimo, con una puesta en pantalla exquisita, pero su circularidad, su reiteración en vueltas y revueltas a un único eje poético y dramático, acaba pareciendo más un frío objeto de museo que el filme cálido y de gran pegada que pretende ser.

Los actores Kevin Spacey y Laura Linney en Berlín.
Los actores Kevin Spacey y Laura Linney en Berlín.REUTERS
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