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Democracia inhóspita

Nunca las democracias occidentales habían tenido tantos adjetivos. Y casi todos expresan una creciente insatisfacción de amplios sectores de la población. Se habla de democracia incompleta, autoritaria, aparente, disgregada, insuficiente, anómica, anémica, mutilada, excluyente, inhóspita... Personalmente me quedo con el último, pero todos expresan malestar, alejamiento y desafección hacia los procesos e instituciones que constituyen los pilares del sistema democrático: partidos políticos, gobiernos y representación electoral. Esta insatisfacción se traduce en aumento de los niveles de abstención, en la pérdida de confianza en los partidos políticos y en descenso de los niveles de lealtad del electorado a favor de una determinada opción política.

Muchas de las causas que explican esta "fatiga civil" o "anomia política" tienen que ver con los profundos cambios económicos, sociales y culturales por los que atravesamos y con la inseguridad e incertidumbre que estos cambios provocan. Nuestras sociedades están cada vez más segmentadas, más fragmentadas y son más vulnerables a unos cambios de imprevisibles consecuencias. Estas causas, llamémoslas "estructurales", hacen que aumente la distancia entre los ciudadanos y sus representantes, acentúan el desencuentro de las gentes con sus gobiernos y con las "políticas nacionales" y refuerzan el sentimiento de indefensión e impotencia que la globalización provoca.

Estos procesos en marcha que provoca la globalización crean en las gentes una sensación que se parece bastante a la imagen de un perro abandonado a su suerte por sus dueños en mitad de una autopista. En este caso la autopista simboliza los flujos y las redes globales, el coche representa al Estado, los dueños a los gobiernos. Los perros naturalmente, ya lo dijo Aznar, somos nosotros.

Sin embargo, y ésta es una de las grandes paradojas de la democracia en occidente sobre la que debieran pensar partidos y gobiernos, la pérdida de confianza de los ciudadanos en la política y en los políticos tradicionales, no significa que hayan perdido la confianza en el sistema democrático o que disminuya su nivel de compromiso cívico o el interés por cuestiones que tienen un alto significado político, aunque no figure en la agenda de partidos y gobiernos. Sean iniciativas humanitarias, sean acciones de defensa del medio ambiente, de la igualdad de género o en favor del desarrollo equilibrado o por la paz, lo cierto es que el número de ciudadanos comprometidos e interesados en causas concretas, al margen de la estructura tradicional de los partidos y de los compromisos de los gobiernos, ha crecido de forma muy notable en los últimos tiempos.

Lo que sucede es que los ciudadanos perciben que la agenda de los partidos y de los gobiernos no se corresponde en muchos casos con los problemas cotidianos que afectan a sus vidas y creen que algunos de los grandes problemas o crisis globales, que también afectan a sus vidas, escapan a la capacidad de decisión de sus gobiernos porque son otros poderes, legítimos o ilegítimos, los que deciden.

Pero hay una razón más, y no precisamente menor, que explica esa distancia entre la política y los ciudadanos. Tiene que ver con las formas y estilos que exhiben partidos y gobiernos y con la concepción de democracia mínima que algunos tienen. Éste es, al menos, mi punto de vista y desde luego ésta es mi impresión personal en relación con la actitud de los gobernantes y destacados representantes políticos conservadores españoles.

La democracia no puede ser entendida como un mero ejercicio ritual, rutinario, que consiste en que aproximadamente cada cuatro años se convoca a votar una opción política y a partir de ese momento ya no se vuelve a tener en cuenta a nadie hasta la próxima convocatoria. No puede ser entendida como el ejercicio de la acción de gobierno, ignorando de forma sistemática al parlamento y situando el centro de la acción política fuera del ámbito donde reside la soberanía popular. En democracia, mayoría no es sinónimo de tropelía; tampoco habilita para hacer todo aquello que uno quiera sin mayor explicación. No puede consistir en la utilización de otros poderes del Estado, como el poder judicial, según convenga a los intereses del ejecutivo. Tampoco es democrático que un gobierno practique la desinformación y la manipulación sistemática de hechos fundamentales a través de medios de comunicación cada vez más controlados y concentrados. La confusión sistemática de las esferas pública y privada y la utilización del espacio público en beneficio particular o partidario contravienen las reglas básicas de la democracia.

En democracia el Estado no desaparece cuando más se le necesita, como ocurrió en Galicia. No ayuda a la estabilidad del sistema democrático la utilización sistemática de la crispación política y el recurso al enfrentamiento institucional. Los intentos del actual gobierno de involución autonómica, sus anacrónicas posiciones y sus excluyentes iniciativas en relación con el marco institucional y político en un Estado complejo y plural también debilitan el proyecto colectivo.

No es democrático, en fin, que el presidente del gobierno informe a los ciudadanos, mediante una carta en un periódico, de que ha decidido meter a mi país en una guerra que interesa a otros y que, de paso, supone quebrar toda la acción exterior española anterior y compromete la unidad política e institucional del proyecto europeo.

Todas estas cosas, entre otras muchas, hacen que la calidad de la democracia empeore, que la distancia con los gobernantes sea cada vez mayor y que se reduzca dramáticamente la confianza en el sistema y en la política tradicional. En democracia no sólo importa el qué y el para qué, sino que es muy importante el cómo. Exige, en primer lugar, la existencia de un funcionamiento transparente y ejemplar de partidos políticos abiertos y participados por los ciudadanos. En sociedades tan plurales y complejas como la española, la democracia exige mucho diálogo, respeto al parlamento y a los otros poderes del Estado, lealtad institucional y respeto escrupuloso a nuestra realidad plurinacional. Obliga a dar continuas explicaciones a los ciudadanos en los foros adecuados, a proporcionar información veraz y a garantizar el derecho plural de expresión.

De esa forma en el edificio hay vida, la casa está habitada, es cómoda y es de todos. Si no, se vuelve incómoda, inhóspita. Como lo es ahora nuestra joven democracia.

Joan Romero es catedrático en la Universitat de València.

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