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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

La magia de Chéreau

El regreso del director al teatro se salda con una 'Phedra' extraordinaria, violenta y sensual

El escenario del crimen: Ateliers Berthier, en el noroeste de París, junto a la puerta de Clichy. Barrio caliente. Dispositivo escénico: bifrontal (el mismo utilizado por Chéreau en su montaje de Dans la solitude des champs de coton, la obra de Koltès). Aforo: unos 500 espectadores sentados en estrechísimas e incómodas butacas. Un plató de 15 metros de largo y 13 de ancho por donde se mueven los personajes, iluminados por cañones de luz (¿el ojo de los dioses?) que los aíslan y persiguen. En un extremo, la fachada de un palacio construido en la roca (¿Petra?), con una pequeña y oscura entrada. En el otro extremo, un banco y unas sillas desparejadas de cafetín. Vestuario: una especie de Armani cretense, atemporal.

Jean Racine, alumno aventajado de Port Royal, se sabía muy bien sus clásicos. Eurípides, Sófocles, Ovidio, Horacio, Plutarco y algún que otro (sin olvidar el Dies irae) le sirvieron para escribir su Phedra. ¿Una tragedia? Sin duda alguna -hay que ser muy ciego y sobre todo muy sordo para no cerciorarse de que todo ha sido decidido, escrito, de antemano (Soleil, je viens te voir pour la dernière fois...)-, pero una tragedia muy sui géneris. Respecto a sus clásicos, Racine se permitió una serie de licencias, en especial un par de ellas a las que, en cierto modo, estaba obligado en su condición de cortesano y poeta dramático predilecto de Luis XIV. En primer lugar, atribuyó la calumnia de Fedra (acusando a Hipólito de haberla querido violar) a su nodriza, Enone, porque, como escribe en el prólogo de su obra, le pareció que la calumnia era "algo demasiado bajo y demasiado negro" para ponerla en labios de una princesa, "la cual, por otra parte, hace gala de sentimientos tan nobles y tan virtuosos". Enone, al fin y al cabo una sirvienta, una representante de "la France d'en bas", sí podía, en cambio, asumir esa bajeza, aunque fuese para salvar la vida y el honor de su dueña (loca perdida por Hipólito). En segundo lugar, hizo de Hipólito un jeune amoureux, le redimió de su galopante misoginia y de su "orgullo viril" -incomprensible para Luis XIV y su corte- y le buscó un tierno y casto amor en el personaje de Aricia, una princesa condenada a la esterilidad por Teseo, padre de Hipólito y esposo de Fedra.

Así pues, esa Phedra es en parte una tragedia, la tragedia del secreto inconfesable de Fedra, del crimen -el deseo ya es un crimen de por sí- de la adúltera e incestuosa Fedra (un crimen, en definitiva, impuesto por la vengativa Venus), y es en parte una tragedia galante o, para decirlo más claramente, un pequeño drama burgués, como se decía antes, sobre el amor prohibido y correspondido entre Hipólito y Aricia. ¿Cómo combinar ambos ingredientes encorsetados por el temible alejandrino?

Acto V, escena sexta. El cuerpo destrozado de Hipólito nos es presentado como quien dice en bandeja, chorreando sangre, mientras Terámenes inicia su parlamento. Junto a él, sentada en una silla, deshecha, se halla Aricia, las manos manchadas de sangre, sangre de Hipólito. Por la portezuela del palacio sale Fedra, como una alimaña de su cubil. Está herida de muerte. El veneno ha hecho su trabajo: de su boca brota una sangre espesa y oscura, mientras sus labios expresan con aterradora claridad su última -la tercera y definitiva- liberadora confesión de amor. Se arrastra, quiere alcanzar con la mano el cuerpo tan deseado de Hipólito, pero la espada de Terámenes se lo impide. Muere a los pies de Teseo. Entonces, el rey se dirige hacia el cuerpo roto de su hijo, hunde las manos en su sangre y se unta la cara. Voilà du Chéreau!

El director ha resuelto el problema -¿cómo combinar la tragedia y el drama amoroso?- de una manera un tanto heterodoxa pero sumamente eficaz: montando un Racine à la manière de Shakespeare, un Shakespeare romántico. Convirtiendo el panfleto de Stendhal, Shakespeare versus Racine, en un ejercicio de estilo.

El temible alejandrino. Dice Roland Barthes (Sur Racine) que en un lenguaje tan "distante" como el de la tragedia clásica francesa la elección de la dicción resuelve de hecho la interpretación. Más aún: una vez se ha escogido cómo decir el texto ya no hay que interpretarlo. Por suerte o por desgracia, Chéreau detesta el alejandrino. Para montar su Phedra se ha servido de la primera edición de 1677, con una puntuación más razonable, que hace el texto más comprensible, menos sujeto a la sublime música raciniana (que hace las delicias de ciertos cómicos acartonados). La dicción no es uniforme. Christiane Cohendy (Enone), una grandísima actriz trágica, formada en la misma escuela que Vitez, utiliza el alejandrino como un arma cortante, por no decir como un instrumento de tortura, al igual que Pascal Gregory (Teseo) lo utiliza para enfrentarse a su hijo. Dominique Blanc (Fedra), una actriz con una mirada que recuerda a la joven Bette Davis, una mirada terrible, desgrana el verso con temor (si habla mueres, que es lo que ella desea), con una voz de niña ingenua, la cual, de pronto, se torna sorda, monstruosa, porque, no hay que olvidarlo, ésa es una obra de monstruos. Cuando pierde el temor y se lanza, impúdica, la Fedra de la Blanc alcanza una intensidad mitad lírica, mitad dramática impresionante. Hipólito (Eric Ruf, sociétaire de la Comédie) es un actor como la copa de un pino, que maneja el alejandrino como un florete, fabricando su propia música: un zigzag con el que se abre camino hacia su propia ruina. Terámenes (Michel Duchaussoy), otro grandísimo actor, larga el alejandrino como si fuese prosa, una prosa extraña y rica, como Kleist (Pentesilea) traducido por Gracq.

La dicción no lo es todo, al menos aquí. Los versos abren heridas, hurgan en ellas, pero otras veces son ojos, labios y manos que buscan, y que en la Phedra de Chéreau acaban por encontrarse. Esta Phedra no es ni jansenista, ni psicoanalista, ni estructuralista, ni... Es algo muy raro, entre cretense y shakesperiano, muy violento y a la vez sensual. Algo que va directo al estómago y que emociona. Porque si no hay emoción, apaga y vámonos.

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