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Columna
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El doble

Por mucho que la genética se obstine en dotar a cada ejemplar de la especie humana de características propias, siempre habrá en algún lugar del mundo alguien que se nos parezca demasiado, que se ajuste asombrosamente a nuestro aspecto exterior. Me han confundido más de una vez con individuos que ni yo mismo conozco. Me ocurrió en mi último viaje a Italia, al saludar a uno de esos tipos que te espetan con la frase "no es por nada, pero su cara me suena". Sin embargo, este asunto no me quita el sueño. Lo que sí me lo altera son los parecidos nominales o las carambolas genealógicas que permiten que usted y cualquier contribuyente desprevenido compartan apellidos y nombre como si no pasara nada. Llamarse Torcuato Sahuquillo Sarasa ya es difícil, pero que haya otro Torcuato Sahuquillo Sarasa en el censo de votantes de un pueblo de la Carballeda, sinceramente, me parece ofensivo y de muy mal gusto. Lo digo por la sarta de molestias y equívocos que este tipo de coincidencias puede provocar. Sé de alguno que ha recibido un aviso de embargo porque alguien con su mismo nombre había dejado de pagar la hipoteca, o de multas que llegan porque un conductor homónimo circulaba a 190 por una comarcal de Extremadura. Yo mismo eché mano de internet hace unos meses para bajarme algunas reseñas de mi último libro. Tecleé mi nombre en el buscador y, segundos después, apareció el listado. Entre las notas y portales que me afectaban personalmente descubrí que hay un tal J. Louis Ferris en Oklahoma que se dedica a la ornitología, pero lo más sorprendente llegó cinco páginas después, cuando tropecé con la identidad de un tal José Luis Ferris que enseña la minga en un local de despedida de solteras de una ciudad que no viene al caso. Su foto era elocuente y, créanme, me afectó en lo más íntimo. Desde entonces las cosas no son del todo igual. Miro de otro modo a las mujeres. He cambiado el mensaje de mi contestador y temo que algún día, al término de una conferencia, alguna del público me coloque disimuladamente un billete de 50 entre el pantalón y el estómago para que le muestre, sin retórica que valga, la verdadera extensión de mi elocuencia.

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