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Columna
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Delincuencia

Siempre que subo más allá de Despeñaperros tengo ocasión de comprobar un fenómeno singular: en cuanto pronuncio el nombre de Sevilla, por arte de birlibirloque alguien comienza a hablar de ladrones, amigos desvalijados y navajas, se aducen con respeto temeroso localizaciones como las Tres Mil Viviendas o El Pumarejo, y todo el mundo acaba entonando una jeremiada sobre los tiempos que corren, estos tiempos en que tan difícil resulta salir a la calle para no volver a casa con una cartera de menos o una cicatriz de más. Yo sabía que la reputación de Sevilla como nido de bandidos y patria de perdición causaba estragos en los años setenta y ochenta, aquellos de los chistes en que volaban relojes y los coches se quedaban sin ruedas, pero desde la Expo, no sé por qué, me pareció ingenuamente que la cosa había cambiado. Y aun ahora, mientras escribo estas líneas, pienso también que la fama es como el chapapote, que permanece adherida a las piedras durante décadas sin que pueda erradicársela, y que sin embargo la cosa sí que ha cambiado: no porque Sevilla sufra menos delincuencia, sino porque el resto de ciudades ha alcanzado un nivel al respecto que las convierte en serias competidoras al primer puesto.

Vivimos en un mundo en el que las urbes crecen y crecen como tumores, y con ellas todas las enfermedades de que son portadoras: la polución, las disfunciones coronarias, la comida basura, la marginalidad. Cada vez es más frecuente amenizar las conversaciones de sobremesa en torno a una cerveza con una historia en primera persona que protagonizan una amenaza, un cuchillo y nuestras propias costillas, o sobre el estado en que quedó el parabrisas después de que alguien se llevase los objetos de la guantera sin necesidad de la molestia suplementaria de abrir la portezuela. Los telediarios usan letras grandes y rojas para hablar de inseguridad, y la gente confiesa a media voz que tiene miedo. Material todo que el Gobierno sabe aprovechar para aprobar un código penal en que se endurecen los castigos y las cárceles se convierten en trasteros, grandes sótanos donde se arrumban aquellos desperdicios del funcionamiento diario de la sociedad.

El auge de la delincuencia en las sociedades desarrolladas puede constituir un problema para la común convivencia, pero no parece que su resolución se halle en el principio maniqueo de apretar con más fuerza el bastón de devolver golpes. Unas prisiones congestionadas, con escasas alternativas para los internos, unas penas que se dilatan años y años y obligan a consumir a quienes las padecen juventud, madurez y senectud entre cuatro paredes no es el método más apropiado para restañar un mal que nos atañe a todos. Más que castigar, el Estado debería dedicarse a educar al individuo que atenta contra el bien ajeno, e invertir sus energías en terapias ocupacionales, planes de reinserción, opciones que demuestren que delinquir no es un destino obligatorio para nadie que haya padecido alguna vez la saña de los jueces. El malvado no lo es porque lo desee, afirmaba Sócrates antes de que lo mataran, sino sólo porque ignora en qué consiste el bien: si se le instruyese, dejaría de suponer un peligro. Luego los yerros de los malos alumnos siempre proceden de pésimos maestros. Menos mal que nos quedan los clásicos.

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