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Tribuna:ACUERDO INTERCONFEDERAL
Tribuna
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Una afirmación de la negociación colectiva

El autor destaca la importancia que entraña el reciente acuerdo salarial firmado entre las patronales y los sindicatos desde el punto de vista económico y del diálogo social

El 30 de enero, las organizaciones empresariales CEOE-CEPYME y las confederaciones sindicales CC OO y UGT firmaron el Acuerdo Interconfederal de Negociación Colectiva 2003 (ANC 2003). Con él se renueva el acuerdo de 2002 y se culmina un proceso negociador, activado en los últimos meses, que ha venido a cerrar un año difícil, no sólo desde el punto de vista de la situación económica sino también desde la perspectiva del mantenimiento y desarrollo del diálogo social, acaso uno de los grandes activos de nuestra democracia.

Creo que son diversas las razones que conducen a valorar este Acuerdo como una buena noticia tanto para nuestra economía como para nuestro sistema de relaciones laborales. Nadie discute que uno de los principales valores de este acuerdo es su carácter de señal de estabilidad y confianza, pero también hay que valorar lo que representa de continuidad en una línea de equilibrio entre grandes objetivos económicos y sociales, así como su apertura a nuevos contenidos y, acaso es aún más importante, lo que significa de reafirmación del papel esencial que en nuestro sistema democrático corresponde a los agentes sociales actuando por medio de la negociación colectiva, en definitiva, de consolidación y enriquecimiento del diálogo social.

Uno de los principales valores del acuerdo es su carácter de señal de estabilidad y confianza
Las organizaciones sindicales y empresariales se han ganado el respeto a sus espacios de actuación

En la misma orientación que marcara el ANC para el año 2002, se trata de una salida al paso, responsable y diligente, por parte de los agentes sociales a la situación de desaceleración, aunque sea en menor medida que a buena parte de los países de la Unión Europea, y de incertidumbre general que afecta a nuestra economía. En ese escenario, este Acuerdo se plantea como un instrumento, definido e impulsado por protagonistas esenciales de la vida económica, que pretende, en palabras del propio Acuerdo, "minimizar estos efectos negativos y dar de nuevo una señal de confianza", lo que se traduce en "unos criterios en materia salarial que contribuyen al control de la inflación, al crecimiento del empleo, al aumento de las inversiones productivas y a la mejora de la situación de las empresas y de la capacidad adquisitiva de los salarios".

Es evidente que la principal prueba de eficacia del acuerdo está en esa función de instrumento de equilibrio entre todos esos objetivos. En tal sentido, y en la misma línea fijada por el ANC 2002, se propone una política de moderación en el crecimiento de los salarios tomando como referencia la inflación prevista, con la posibilidad de incrementos superiores a dicha inflación dentro de los límites derivados del incremento de la productividad y con la incorporación de cláusulas de revisión salarial que las partes negociadoras puedan decidir establecer. El Acuerdo incluye, también, significativas recomendaciones de no usar otras previsiones de la inflación que las oficiales, de que el crecimiento de los salarios tenga como referencia los costes laborales unitarios y de inclusión de la cláusula de inaplicación del régimen salarial como parte del contenido mínimo de los convenios de ámbito superior al de empresa.

Por la propia naturaleza jurídica del ANC 2003, es decir, por su carácter obligacional, las representaciones sindicales y empresariales se comprometen a ajustar sus comportamientos y acciones a lo pactado, lo que puede -y debe- concretarse en cada proceso de negociación particular, adaptándolos a las circunstancias particulares de los diferentes sectores y empresas, teniendo como referente la competitividad de éstas.

Es obvio que esta aportación desde la autonomía de los agentes económicos y sociales a nuestra política económica puede ser discutida desde una u otra orilla del debate (con frecuencia en términos radicales y dogmáticos), y desde su eventual contribución a cada uno de los objetivos que pretende. A nadie se le oculta que la satisfacción de los objetivos económicos previstos está afectada por una serie de condicionantes ajenos al proceso negociador y a sus sujetos, condicionantes que tienen que ver con la propia credibilidad de la previsión de inflación y la eficacia de las políticas de contención de la misma. En cualquier caso, no puede ignorarse la positiva influencia que esta política de acuerdos marco ha tenido en nuestra economía durante el pasado reciente, valoración que se reconoce y valora en los distintos medios económicos y sociales internacionales.

El ANC 2003 es, también, una guía para orientar la negociación colectiva en otros contenidos y direcciones, además de los específicamente salariales. En este sentido, son muy apreciables los criterios y compromisos que se establecen para la negociación colectiva en materia de mantenimiento y promoción del empleo, fomento de la contratación indefinida y mejor definición de los supuestos de contratación temporal, desarrollo de mecanismos de flexibilidad interna, igualdad de oportunidades entre hombre y mujeres (asunto sobre el que el CES está realizando un informe a petición del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales), seguridad y salud en el trabajo (materia de gran importancia en la que parece inminente la firma de un ambicioso acuerdo con el Ministerio de Trabajo), traslado del Acuerdo Europeo sobre Teletrabajo y seguimiento del empleo de personas con discapacidad (en el Año Europeo de las Personas con Discapacidad).

Además de esta particular valoración del ANC 2003 en términos de políticas económica y progreso social, este Acuerdo presenta un carácter, aparentemente menos visible, pero que tiene una enorme relevancia en la conformación de nuestro modelo de relaciones laborales, y, si se me permite, en el propio modelo constitucional de estado social y democrático de derecho. Me refiero a la reclamación del papel de autonomía colectiva, de la capacidad negociadora de los agentes sociales, organizaciones sindicales y empresariales.

La Constitución española, merece la pena recordarlo, sitúa a estas organizaciones entre las instituciones fundamentales, entre los actores del nuevo sistema político (Art. 7 CE). Como recordara el Tribunal Constitucional hace ya unos años, dichas organizaciones merecen en nuestro modelo la consideración de sujetos de "relevancia constitucional" (consideración, ésta, que el propio Tribunal reconoce también a los partidos políticos). Y en este diseño político se les encomienda un papel central en la organización y articulación de la vida económica y social. Para ello, nuestra Constitución, les dota de determinados instrumentos entre los que destaca la negociación colectiva, es decir, la capacidad de elaborar autónomamente normas, negociadas y acordadas, para ordenar el mercado de trabajo, estableciendo en ellas tanto procedimientos y métodos de actuación, como contenidos, derechos y obligaciones concretas.

Ha sido, y es, una constante histórica el debate (a veces difícil lucha) por el reconocimiento de espacios propios a esta "autonomía colectiva" frente a la inevitable -en ocasiones, y en determinados ámbitos, irrenunciable- actuación de la norma estatal, cuando no frente a la demanda de un abstencionismo de cualquier regulación, cualquiera que sea la naturaleza de ésta. El citado debate presenta en España rasgos particulares. Nuestro nuevo orden constitucional partía de un sistema de relaciones laborales marcadamente intervencionista, que pretendía sustituir la falta de legitimación democrática -de marcada incidencia en este ámbito- por normas y criterios impuestos desde el poder público. En este marco histórico, en España era particularmente importante el que las organizaciones empresariales y sindicales fueran capaces de llenar de significado y contenido las previsiones constitucionales, abriendo el espacio correspondiente a su capacidad de regulación de las relaciones laborales. Y esta tarea, aún en situaciones con frecuencia difíciles, se ha llevado a cabo por nuestros Agentes Sociales en términos esencialmente ejemplares.

Por eso, nuestra democracia es hoy un ejemplo, unánimemente reconocido de asunción por dichos Agentes de sus funciones y responsabilidades, que van más allá de la representación de sus afiliados,. Y en 1979-80 (sin ignorar el aval de sindicatos y empresarios a los Pactos de la Moncloa), a través de acuerdos sociales como el ABI, AMI, ANE, etc., nuestros Agentes han ido desarrollando políticas de concertación social que, a la vez que definía contenidos, marcaban espacios propios y procedimientos de actuación. En definitiva, diseñaba este estimabilísimo modelo de Diálogo Social que constituye uno de los grandes activos de la Democracia española.

El debate sobre la capacidad de autorregulación de los agentes sociales sigue siendo -posiblemente no puede dejar de serlo en un sistema de libertades- un debate abierto. Nuestro sistema de negociación colectiva, que presenta no pocas virtudes, puede y debe ser permanentemente mejorado tanto en su articulación como en sus contenidos.

Las organizaciones sindicales de nuestra naciente democracia apostaron desde un principio (superando enormes condicionantes ideológicos y de coyuntura) por un modelo de participación negocial. Nuestro empresariado (en una opción estratégica, tan compleja como importante) se definió también por la regulación autónoma de las relaciones laborales, ayudando, de este modo, a consolidar una sólida interlocución sindical. Todo ello, no cabe duda, ha facilitado una mejor ordenación del mercado de trabajo, una mayor estructuración del sistema económico y un fortalecimiento de los mecanismos democráticos de solución de los conflictos en los que necesariamente se expresa cualquier sistema moderno y dinámico de relaciones laborales.

Hoy esta propuesta tiene sus detractores o, al menos, sus críticos. Se ha hablado mucho -aunque resulte paradójico, más desde ámbitos alérgicos al intervencionismo estatal- de leyes modificadoras del sistema de negociación sin necesidad de partir de consenso alguno, a veces ni siquiera de debate, con los propios interlocutores sociales. Hoy, como en el pasado lejano, como en el pasado más inmediato de feliz recuperación del diálogo social, creo que nuestras organizaciones sindicales y empresariales se han ganado, con creces, el respeto a sus espacios constitucionales de actuación, dotando de este modo, de una especial legitimidad a los progresos que se van consiguiendo.

Nuestro modelo de negociación colectiva tiene que ser capaz de coordinar la organización (de la actividad y la competencia) de los sectores productivos con la aproximación de las condiciones salariales y no salariales a la diversidad de las empresas y centros de producción concretos. Creo que puede aceptarse -aunque el tema aconseja una reflexión serena y rigurosa-, que la descentralización de la negociación colectiva puede favorecer algunos aspectos de desarrollo del mercado de trabajo y de su competitividad. Pero la desconexión de esas decisiones descentralizadas de cualquier articulación a niveles superiores podría perjudicar seriamente al propio mercado, a la competencia y, en todo caso, a la estructura organizativa esencial en nuestro tejido productivo. Y dudo mucho que, hoy por hoy, esa dirección valga lo que cuesta.

En definitiva, es preciso reforzar políticas de concertación colectiva debidamente articuladas que, como hiciera el importante Acuerdo Nacional de Negociación Colectiva de 1997, sean capaces de definir ámbitos negociadores concretos con competencias y contenidos de regulación diferenciados. Y en esa vocación se orientan nuestros agentes sociales desde hace ya varios años y a la misma responde el propio

Jaime Correa Montalvo es catedrático de Derecho del Trabajo de la UNED y presidente del Consejo Económico y Social.

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