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Columna
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Guerra

A la legítima aspiración a erradicar la guerra como argumento de las relaciones internacionales debería adosársele con no menos pasión el horror a la demagogia reduccionista de que estos días se hace gala una buena parte de la opinión publicada. El rechazo a Bush, a la política de EE UU y la convicción anclada en ideologías trituradas por la historia de que el enemigo por antonomasia es el imperialismo americano tienen en buena parte de la opinión española un clima adecuado de desarrollo.

Aquí se conecta la percepción distante de la derrota colonial en Cuba y Filipinas con el apoyo de EE UU a Franco desde los primeros años cincuenta -un inmejorable balón de oxígeno para la Dictadura-, y se rubrica el rechazo con la "inútil" guerra de Vietnam, el "inhumano" bloqueo del régimen de Castro, el apoyo "infecto" a las dictaduras suramericanas en los años setenta, y, en fin, el papel de la CIA en la desestabilización "criminal" de regímenes democráticos incipientes un poco por todas partes.

Con un currículo así, se asegura, nada mejor que desconfiar de la bondad de su empeño en librarnos de Husein y de la "amenaza" que éste supone para la estabilidad nunca conseguida en Medio Oriente. Pero claro, una lectura trufada de prejuicios, sesgada y contaminada ideológicamente hace pasar por alto que en las actuales circunstancias lo que separa a EE UU de algunos de sus aliados es la conveniencia de dar tiempo a estos (Francia y Alemania, especialmente) para que resuelvan sus problemas internos (las promesas electorales de no intervención de Schroeder, difíciles ahora de romper sin tiempo; y el paripé que Chirac ha de representar en clave gaullista hasta que las evidencias le lleven donde sabe que va a ir) y puedan cargarse de razón cuando rectifiquen.

Para la posición anclada en el prejuicio no vale a preguntarse gracias a quién en la guerra del Golfo, los aliados se limitaron a liberar Kuwait y dejaron en el poder al tirano, y, por lo tanto, en pie su régimen criminal y la potencial amenaza que supone para el entorno y para la previsibilidad de la economía mundial; como tampoco parece que se quiera recordar que fue la misma coalición la que forzó a bombazos a finiquitar el régimen de Milosevic en Serbia-Montenegro, o derrocó manu militari el nocivo régimen de los integristas musulmanes en Afganistán, por no recordar que sin la intervención de EE UU en la Primera Guerra Mundial toda Europa hubiera hablado alemán a la fuerza, la URSS o la Alemania nazi habrían llegado hasta el estrecho de Gibraltar en la Segunda, y el militarismo japonés se habría hecho dueño del resto de Asia en los años 40.

A veces, cuando hay que ser ponderados frente a la demagogia se me ocurren dos consejos: uno, recomendar la lectura del texto de Walzer sobre las guerras justas y las injustas; el otro, recordar la rabia que debería darnos a los fámulos de la libertad que el teniente borrianenc Amado Granell, después de entrar en París al mando del primer tanque aliado para liberar Francia de Pétain y de Hitler no entrase en Valencia, en Barcelona, o en Madrid, para liberar a España de Franco. Siempre he estado convencido de que si Granell hubiese repetido su gesta aquí los demócratas hubiéramos tenido otro concepto de aquellos aliados, y, de entre ellos, de los norteamericanos. Pero claro, en 1944 había que emplearse a fondo en llegar primero a Berlín que los soviéticos, y, al fin y al cabo, Franco era, como los aliados, un anti-comunista útil al que había que dejar tranquilo.

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