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LA CRÓNICA
Columna
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De festines sagrados

Decididamente, los museos ya no son lo que eran. No hará muchos años, entré en el Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) con ánimo de desasnarme viendo no recuerdo ya qué exposición. Cuáles no serían mi sorpresa y mi turbación al descubrir que unas jornadas psicodélicas habían tomado lícitamente el vestíbulo, que olía a canuto de marihuana que confundía la razón. Ahora, la santa institución del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), bien conocida por su afán de convertirse en un espacio público capaz de articular a las distintas minorías culturales, se suma al desafuero al dar cobijo en una de sus salas a una ceremonia de la religión yoruba, exportada siglos atrás desde África a América por los esclavos. Lo que oyen. Las iglesias vacías y los museos llenos, quin escàndol! Si seguimos así, al final ya nadie sentirá arder en su interior esos nobles deseos de quemar museos que caracterizaron a las vanguardias artísticas.

En el Macba, una instalación de Antoni Miralda se inspira en las ofrendas de comida a los dioses 'orishas'

Se mire por donde se mire, lo del pasado domingo fue un hecho insólito. Para empezar, el museo, que cierra los domingos por la tarde, abrió sus puertas para la ocasión. Y aunque el acontecimiento empezaba a las cinco, hora de la siesta, por allí desfiló una nutrida concurrencia, mezcla de cubanos y catalanes, de creyentes y de simples y alucinados mirones, con pasmosa densidad por metro cuadrado de curators (comisarios de arte, como se los llamaba en la jerga, ya anticuada, de hace unos años), artistas y críticos de arte, muchos de ellos vestidos de blanco, pues así se aconsejaba acudir a esta singular ceremonia para mayor eficacia de sus virtudes purificadoras.

¿Y por qué hacer una ceremonia religiosa en un museo?, se preguntarán ustedes. Una posible respuesta teórica la daba Rosa Martínez, curator de profesión y entusiasta de los ritos yorubas de limpieza espiritual: "Lo que se proponen estos ritos es alcanzar la catarsis, igual que las performances". La otra respuesta se halla en la presencia en el Macba desde hace unos meses de Santa Comida, una instalación de Antoni Miralda inspirada en las ofrendas de comida a los dioses orisas de la religión yoruba, que sirvió de marco el domingo a la ceremonia del tambor de fundamento dedicada al orisha Eleggüa. La pieza de Miralda, una especie de altar múltiple donde Elegba, Ogun, Yemoja, Obatala, Shango, Osun y Babalu Aiye, las principales divinidades del panteón afrocubano tienen sus alimentos predilectos, que van desde el coco al chocolate pasando por unos pescados en salazón de aspecto imparcialmente repulsivo, no sólo hace las delicias del público, sino que provee las necesidades nutritivas de un batallón de ácaros y gusanos, convirtiéndose así, para desesperación del museo, en la demostración palpable y olorosa de que las obras artísticas... ¡están vivas!

Los organizadores han echado tanta emoción al asunto que sobre los asistentes flota la conciencia de que cualquier cosa es posible. Poco después de las cinco, los percusionistas santeros empiezan a envolvernos con los mágicos redobles del tambor de fundamento, originario de Nigeria y cuya misión no es otra que llamar al "santo". Por cierto: como se trata de un tambor sagrado y está rigurosamente prohibido fotografiarlo, los que se ven en la foto son tambores vulgares y corrientes, sin capacidad para atraer espíritus divinos. Amén de los tambores, los cantantes santeros contribuyen al hechizo con sus salmodias. El hecho de que canten en una lengua incomprensible para nosotros intensifica la magia. No hay como no entender lo que se dice para que el mensaje quede realzado por un aura de misterio y poesía. ¿Recuerdan qué decepción se llevaba uno cuando, de pronto, entendía las letras de las canciones en inglés?

Observando las distintas respuestas del público, enseguida resulta obvio que los europeos estamos muchísimo más necesitados de sustancias desinhibidoras. Mientras que a los cubanos les baila el cuerpo sin que parezcan proponérselo siquiera y muestran en todo momento una envidiable desinhibición, los catalanes hacemos gala de una rigidez hierática que ríete tú de la estatuaria egipcia.

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Cuando la capacidad hipnótica de la música y -admitámoslo- la reiterada visión de los apretados glúteos de uno de los cantantes están ya a punto de llevarnos al estado catártico, aparece un nuevo iniciado, que tras varios días de rituales secretos lleva ya al santo dentro, y ahora va a ser presentado a los tambores de fundamento. El iniciado lleva una corona y una túnica rojas, acarrea una enorme piña de plátanos y un gallo vivo, y con toda esa parafernalia recuerda un poco al Papageno de La flauta mágica. El rojo, el gallo y el plátano, me informa amablemente Mario Rodríguez Naite, cineasta y crítico de arte cubano, son los atributos de Shangó, el orisha de los truenos y los rayos, la fuerza y la masculinidad, el macho por excelencia, que baila tocándose las gónadas. El iniciado se prosterna ante cada tambor y, de pronto, empieza a sacudirse histéricamente de forma impresionante. "Está en trance", me susurra Naite, "el santo vibra en su interior". Unas sacudidas más y se lo llevan casi a rastras, pero deja tras de sí los plátanos y el gallo. Algunos espíritus morbosos miramos el gallo preguntándonos si al final le retorcerán o no el pescuezo. Pero no se lo retuercen. Al fin y al cabo, estamos en una santa institución y los del museo deben de tener en mente el pollo que se armó en Madrid con el loro de Kounellis, con lo que la demostración que se nos ofrece está debidamente adaptada a nuestros estómagos.

Mientras nos pasan una bandeja llena de deliciosos dulces cubanos, observo que el gallo se ha hecho caca, quizá porque se ha hecho la misma pregunta que muchos de los asistentes y, durante un rato, las ha pasado canutas. Ahora, sin embargo, debe de estar pensando que es mejor ser un gallo aquí que un iraquí en Irak.

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