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Columna
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Sin palabras

Lance Armstrong, ganador de cuatro Tours, vive en una casa del casco histórico de Girona. Cuentan que se deja acompañar sin mostrar desdén alguno o vanidad por los ciclistas aficionados que coinciden con él en las cuestas de las Gavarres. Y que el día de Sant Jordi, embutido en el maillot chillón de los ciclistas, arrastrando la bicicleta con la mano, compró en la rambla una rosa para su mujer. Es sabido que Armstrong superó un cáncer con gran arrojo. En estos tiempos corruptos en los que el ciclismo capea sin éxito las sospechas de falsificación médica, Armstrong, luchador en las cimas y en las sesiones de radioterapia, se ha convertido en la figura más ejemplar del deporte. El viernes pasado, precisamente, este diario informaba de los temores que siente el campeón ante la guerra. "La única cosa que digo es que dejemos que los inspectores hagan su trabajo. Y tomemos después las decisiones. De todas maneras no podemos ir contra el resto del mundo". Armstrong estaba presentando en California los planes de su equipo, el US Postal, ante la nueva temporada. Como era de esperar, su primer objetivo es ganar el Tour por quinta vez consecutiva, aunque "la guerra podría ser una dificultad añadida". Y razonaba: "Si tuviera que correr el Tour con la guerra en marcha, sería muy difícil para mí. El ciclismo se desarrolla en espacios abiertos, no hay recintos ni redes de protección". También en este caso Armstrong es ejemplar: un ejemplar muy representativo de nuestros miedos ante la guerra. Un miedo muy humano, demasiado humano: el miedo a perder nuestros grandes o pequeños tours. El miedo a la zozobra, a una caída de la economía, a la inseguridad física, a ser atrapados por uno de esos efectos grotescamente llamados "colaterales".

Se habla de la impotencia de Europa, con aprendices de brujo, como Aznar, que saca tajada de los fuegos más tristes

Armstrong habla como nosotros lo hacemos en la calle, mientras que gobernantes, periodistas y expertos razonan estos días con argumentos geoestratégicos. Se habla, en efecto, de las fabulosas reservas petrolíferas de Irak y de la razón cínica que obliga a controlarlos. Se habla de los profundos cambios de alianzas que la Administración de Bush ha decidido impulsar en esta calentísima zona del planeta (cambios que afectarían incluso al socio más veterano, Arabia Saudí, cuya contribución al fenomenal progreso del integrismo islámico más intransigente parece ya fuera de toda duda). Se habla, claro está, del infinito pleito entre Israel y los países árabes y de cómo las soluciones duras, estrictamente militares, se abren camino ferozmente sea en Israel, sea en Estados Unidos, sea entre los palestinos. Se habla de la impotencia de Europa, en la que pescan los aprendices de brujo, como Aznar, capaz de sacar tajada de los fuegos más tristes; capaz, como sabemos en España, de exprimir en beneficio propio los principios más nobles, libertad, democracia, seguridad, hasta disecarlos; y capaz después de malgastar el jugo obtenido (la pócima argumental) en mezquinas batallas políticas de coyuntura (como ya ha sucedido en Euskadi: lo que parecía ser una defensa del derecho a la vida y a la libertad de todos los vascos, se ha convertido en una obscena manera de pillar al PSOE a contrapié y de amarrar el voto españolísimo).

Se habla, finalmente, de la inseguridad que ha despertado en Occidente el colosal ataque terrorista a las Torres Gemelas. Los líderes belicistas creen en la necesidad de luchar contra el terrorismo islámico como sea y al precio que sea, puesto que al parecer una buena defensa es el mejor ataque (cargarse los valores democráticos y conculcar el débil orden internacional para defender nuestro orden y nuestra democracia). Los pacifistas responden que no hay peor manera de luchar contra la incertidumbre generada por el terrorismo que incentivar el resentimiento árabe. Si el factor que mejor explica el irresistible ascenso del fanatismo islámico es la humillación histórica de los árabes, no parece una táctica muy inteligente trabajar para aumentarla.

Pero todas estas razones forman una especie de manto retórico. Nuestra época se caracteriza por la vacuidad de los argumentos y la transparencia de los intereses. Todo está demasiado claro y las ideologías cumplen apenas función ornamental. La apetencia norteamericana, los mezquinos juegos de Aznar o los florentinos tejemanejes de Blair se muestran con claridad solar. Con parecida claridad se exhibe Armstrong, exponente del occidental medio: honesto, tenaz y confortable; también nuestro pacifismo es transparente. Miedo a perder nuestro confortable Tour diario. Bush y sus secuaces quieren convertir la guerra en combate ideológico, pero, como en las guerras antiguas, el ídolo que inventan para justificar el ataque es de barro dorado. Barro democrático. Lo terrible es que también es de barro el ídolo contrario: este dorado pacifismo que no cuestiona nuestro confort, que observa el mundo con ojos de lagrimeante dibujo animado. Llevamos meses esperando la guerra. Sabíamos el final. Nuestros líderes necesitaban tiempo para escribir el argumento. Rafael Argullol, en un texto magistral, narró el dolor que la guerra originará. Directa o indirectamente, afectará a millones de vidas. Será un dolor invisible: no aparecerá en el argumento de la novela.

Conversaba el otro día con otro vecino en Girona. No es ni rico ni famoso, no ha vencido un cáncer, pero, inmigrante marroquí, ha atravesado el Estrecho. Hablábamos del mundo árabe. Una y otra vez se refería a mí como cristiano. No conseguía hacerle entender lo que es la tradición europea laica. No podía establecer con él un solo punto de encuentro. Pensé en Sartori. Le pregunté: "¿Eres muy religioso?". Me contestó: "Bastante religioso. Sólo el mulá Omar de Afganistán es muy religioso". Glups. También esta respuesta es tremendamente clara. Gana adeptos cada día entre los musulmanes. "Sólo reconociendo la libertad del otro me libero de su mirada", escribió Gombrowicz. Pero ¿cómo reconocer la mirada del fanático? La guerra, ya sin atributos, pone en evidencia un círculo negro. Tengo la impresión de que estamos atrapados. A sangre y fuego, sin palabras.

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