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Cine y terror

Decir hoy cine americano es evocar una cualquiera de esas películas mezcla de producto multimedia y de espectáculo interactivo que termina convirtiendo al espectador en partícipe y hasta en anunciante de la obra. Sin embargo, ni todas las películas americanas responden a estas características en la actualidad ni mucho menos lo hicieron en el pasado. Tradicionalmente, la expresión más genuina del cine americano lo representaba la comedia, un género muy en consonancia con el carácter dinámico y optimista de la sociedad estadounidense de la época. Las películas de gánsteres y, más en general, lo que ha dado en llamarse cine negro, eran expresión, en cierto modo, del reverso de esa sociedad, de los entresijos del mal que acechaba en la sombra. El pasado, la epopeya del pueblo americano, venía representado fundamentalmente por las películas del Oeste, sus indios, sus cuatreros, y la figura del vaquero con el arma siempre a punto como referencia última. Pero si la visión que se ofrecía del indio se vio modificada en las últimas décadas, dejando de ser atacante sistemático para convertirse en víctima ocasional, el factor amenaza que se cierne sobre la nación americana, por el contrario, no ha hecho sino multiplicarse y magnificarse de película en película. Hasta el extremo de que no cueste trabajo imaginar que los diversos Bin Laden que hay por el mundo no se pierden una sola de esas películas, tanto por las ideas que les brindan como, sobre todo, por los temores profundos de la sociedad americana que revelan, un dato para ellos extremadamente valioso.

El cine tiene en común con los sueños el hecho de que es expresión de los deseos y, sobre todo, de los temores de la sociedad de la que han brotado. El éxito de una productora reside ni más ni menos que en saber intuir cuáles son esos temores y deseos, y ofrecer una película que los satisfaga. Por lo mismo, el examen del producto cinematográfico resultante nos dirá de la sociedad a la que pertenece lo que pudiera decirnos la interpretación de un sueño colectivo. En el caso del cine americano, una simple enumeración de sus principales ciclos temáticos es ya en sí misma significativa. Así, por ejemplo, el ciclo de películas centradas en una conspiración cuyo objetivo es el asesinato de determinada figura clave como paso previo a un asalto al poder, conspiración que se desarrolla con apoyos y complicidades al más alto nivel, respaldo de un sector de los servicios secretos incluido. O el de vampiros y zombies que, llevados de su afán proselitista, socavan los cimientos de la comunidad según hacen de sus miembros, uno por uno, nuevos zombies y vampiros. O el de catástrofes naturales, fuego, inundaciones, terremotos, volcanes, plagas dañinas, que hacen del hombre y de sus obras poco más que un juguete. O el de ciclo de agresiones externas (marcianos, monstruos prehistóricos, oscuros poderes internacionales de gran capacidad destructiva), que ponen en peligro la supervivencia no ya del hombre, sino del planeta. O los dramas y comedias en los que algún terrible acontecimiento coincide indefectiblemente con la Navidad. O las películas relativas a la infinita capacidad de engaño de la realidad virtual, que los personajes toman por realidad cotidiana, ignorantes de hasta qué punto se hallan a merced de quienes manejan los hilos del poder. O, finalmente, las obras de carácter neogótico, cuya brutal mitología, regida por el antagonismo entre el Bien y el Mal, tiende a suplantar la que fue propia del mundo grecolatino, tal vez excesivamente proclive al ejercicio del intelecto.

Una interpretación precipitada de semejante panorama cinematográfico, sin equivalencia en ningún otro país, podría remitirnos al tópico de que los americanos siempre se han caracterizado por sus gustos infantiles. Pero hay razones para no hablar tan a la ligera. El hecho, por ejemplo, de que todas esas historias de agresiones y conspiraciones sean perfectamente verosímiles referidas a Estados Unidos. O de que hay días en que los titulares de los periódicos parecen darles la razón. Y, sobre todo, sus propias convicciones; que periodistas de la talla de Esteven Erlanger, por ejemplo, corresponsal de The New York Times en Europa, afirme -como recientemente hizo en Barcelona- que los infantiles somos los europeos con nuestra conducta de inconscientes respecto a los peligros que nos rodean. Claro que Europa no ha sido víctima de una agresión como la del 11-S, ni en sus ciudades suele haber barrios por los que sencillamente no se puede circular, como sucede en la práctica totalidad de las ciudades norteamericanas. Lo que explica que, hoy por hoy, en Europa no se perciba otro peligro que el que representa precisamente Estados Unidos, no porque abrigue intenciones agresivas de ningún género hacia Europa, sino por el atolladero al que puede conducir tanto a Europa como al resto del mundo, incluido el propio pueblo estadounidense. De hecho, un amplio sector de la clase media norteamericana mira a sus propios dirigentes con ojos bastante más críticos que los europeos; se trata de esa clase media de provincias pintada por Rockwell, que ha visto desvanecerse el sueño americano ante sus narices, sacrificado al afán de hacerse más rico, de ganar más dinero, que suele caracterizar a los titulares de las mayores fortunas del país. El resultado son los McVeigh, los locos del rifle que, apostados en las alturas, empiezan a disparar sobre la multitud. Y es que el desencanto ha sido sin duda más duro para ellos que para cuantos europeos veían en América la Tierra Prometida y ahora la ven con otros ojos.

Con todo, Estados Unidos no ha perdido el optimismo, un optimismo que en el pasado era el propio de la gente que tiene sobrados motivos para sentirse optimista. En el cine actual, por ejemplo, no falta el buen humor, y el bien acostumbra a terminar venciendo al mal. Sin embargo, no se trata de un optimismo inocente como el propio de las típicas comedias americanas; pese al habitual final feliz, se trata de un optimismo provisional, de una especie de respiro, en la medida en que da por supuesto que las agresiones exteriores van a proseguir, amenazando la existencia de la colectividad, y los vampiros y zombies seguirán asaltando a los individuos uno por uno, de forma muy similar a como la muerte misma se lleva a todo mortal. Un temor que es al mismo tiempo una especie de exorcismo en el sentido de que, a fin de cuentas, lo que se ofrece al sobrecogido espectador no es más que una película, realidad virtual, del mismo modo que las caracterizaciones de Halloween poco tienen que ver con la muerte real, con los difuntos reales.

De todos esos temas, situaciones y conflictos recurrentes, tal vez uno de los más significativos, tanto por su reiteración como por la interpretación que cabe darle, es el de la desgracia que se desencadena en plena celebración navideña. Se trata de un verdadero leit mótiv que, de la comedia a la tragedia, se repite en la práctica totalidad de los ciclos temáticos enumerados. Sus alternativas o variantes suelen ser la festividad del Halloween, Independence Day y el día de la boda de alguien. No es preciso ser psicoanalista para interpretar esa figura como el temor a que la ilusión se troque en decepción y lo que se tenía por real resulte ser sobre todo un sueño. En el terreno de la realidad, la intuición de que no hay sistema político, social o económico que, como la propia vida, dure más allá de uno cuantos años.

Luis Goytisolo es escritor.

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