Una delicia
No, no era un espejismo, aunque únicamente faltaba el paisaje, la naturaleza, para sentirse directamente en Schwarzenberg asistiendo a una sesión de la Schubertiade. Los paisajes más profundos son, en cualquier caso, los interiores, los espirituales, y esos sí que estaban en un teatro de la Zarzuela convertido, por arte y magia del canto, en un pedacito de Alemania, o de Austria, o de la cultura centroeuropea. Cuatro cantantes y dos pianistas alemanes vinieron a Madrid de utópicos embajadores de una manera de vivir y de pensar, con canciones de Brahms, Gees, Schubert y Schumann como regalos debajo del brazo. Vinieron con el deseo no disimulado de "disfrutar en los tiempos libres con los amigos", como se dice en la canción de Schubert que ofrecieron como segunda propina, y disfrutaron, e hicieron disfrutar. No fue un recital de canto normal. Fue, por encima de todo, un acto de amistad.
El canto sensible de Juliane Banse, la solidez lírica y culta de Ingeborg Danz, el entusiasmo de Christoph Prégardien o la sabiduría de Olaf Bär se mostraban individualmente o en conjunto, con las combinaciones más variadas. Era un ambiente puramente camerístico, de reunión al calor del fuego bajo de la chimenea, o de mesa camilla con faldones de cuadros. Los cantantes y los formidables pianistas sonreían, envolvían, deleitaban. Con los simpáticos y poco frecuentados Liebeslieder-walzer, de Brahms; con las canciones de amor españolas de Schumann; con una interesante obra del también pianista Michael Gees (1953) sobre un texto de Goethe; con Schubert, siempre con Schubert, realzado desde el piano por el estupendo Wolfram Rieger. Qué bonito todo, qué familiar, qué auténtico. La admiración por los artistas dejaba su sitio al afecto. Se saltaban los mecanismos convencionales de la comunicación. Gustosamente el público habría invitado a cenar con los artistas para prorrogar unas horas más el hechizo.
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