La deuda con Pessoa
La noticia -la buena noticia- es que se publica finalmente la versión más completa del Libro del desasosiego de Fernando Pessoa (El Acantilado en castellano, Quaderns Crema en catalán). Para cualquiera que haya leído este gran clásico contemporáneo supone un festín poder volver a bucear en él y encontrarse, como en un viejo sueño interpretativo, con más libro por delante, con nuevos fragmentos de una escritura sin cierre que responde muy bien a lo que debió ser la intención de Pessoa al imaginarlo.
Como con otros pocos títulos, tengo con éste una deuda en forma de historia. La vieja traducción de Ángel Crespo en Seix Barral me fue facilitada por un amigo poeta. Algunos de los árboles de ese bosque tenían los troncos pintados, como creo que suele hacer el artista vasco Agustín Ibarrola: mi amigo había subrallado los pasajes que le llamaron la atención. Yo, por mi parte, hice lo mismo, no sin recabar antes su permiso. Como no hay dos lectores iguales -como nadie se baña nunca en el mismo libro-, las lineas con que cada uno de nosotros destacamos las frases nos iban retratando como si nos encaráramos a un espejo. Cruzamos, así, una esgrima de citas con la que, sin pretenderlo, trazamos también nuestra propia biografía -una forma leve y lacónica de autobiografía-.
En las primeras treinta páginas, por ejemplo, no coincidíamos ni una sola vez. Donde mi amigo había destacado "Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir", a mi vez me reclamaba "ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho"; si para él era memorable "Ser pesimista es tomar algo como trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad", yo prefería "Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos"; y así sucesivamente.
Después terminé la lectura de este extraordinario conjunto de fragmentos y me sentí como la primera vez que leí Anna Karenina, o la Recherche de Proust. Aquello no era sólo literatura: también era verdad. Ese hombre con su "privilegio de penumbra" tenía el orgullo atenuado de reclamarse incomprendido ("He rechazado siempre que me comprendiesen. Ser comprendido es prostituirse. Prefiero ser tomado en serio como el que no soy, ignorado humanamente, con decencia y naturalidad"), y sin embargo qué difícil es no leer esas confesiones atribuidas, en su juego inacabable de espejos, a Bernardo Soares y no sentirse ipso facto solidario con él y con su verdad. El hombre que no tiene mejor consejo literario y vital que dar que el de "Enciérrate, pero sin dar un portazo, en tu torre de marfil", se aparece con su figura difuminada -Woody Allen (Desmontando a Harry) la hubiera imaginado desenfocada-, con sombrero y pajarita, gafas redondas y el pitillo suspendido sobre el labio inferior, como una emanación vegetal de la comisura, un hombrecillo tal como el de la portada de la edición de Quaderns Crema, que siente la necesidad en su interior de declararse no "pesimista", sino simplemente "triste".
Imposible verbalizar, a quien nunca se ha enfrentado al Libro del desasosiego, un porqué para hacerlo. Para empezar, supongo que deberíamos tener todos el coraje de la lectura en portugués (suyo es el reino de "mi patria es la lengua portuguesa"). Luego hay que decir, en seguida, que se trata de uno de esos títulos, como por ejemplo el Oficio de vivir de Cesare Pavese ("Vivir es como hacer una suma larga: es suficiente con haberse equivocado en el total de los dos primeros sumandos para ya no encontrar nunca la solución") a los que uno ha de llegar a partir de su propio desasosiego.
Al final, me gustaría desprenderme de la sensación de haber cometido, a propósito de Pessoa, el mayor crimen posible: convertir su libro en un breviario de citas. Los libros de citas son como las casas de citas: todo el mundo entra y sale pero a nadie se le ocurre considerarlas su hogar. El Libro del desasosiego es un hogar y una patria y, como todos los lares de buena cantera, estamos en ellos a la vez solos y perfectamente acompañados.
Joan Garí es escritor.
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