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Columna
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Toros y piratas

"Estoy de acuerdo en que supriman las corridas de toros, mientras tanto, seguiré yendo a la plaza", ha dicho Joaquín Sabina en algunas entrevistas. Algo parecido nos pasa a muchos con la venta de discos piratas: la condenamos, pero hasta que el Gobierno no la erradique, seguiremos comprando CD a dos euros.

La semana pasada supimos del desmantelamiento en Madrid de la mayor red de falsificación de discos y DVD de Europa. Madrid es la capital de la venta de álbumes ilegales, ya que copa el 65% del mercado español. El formidable incremento de la piratería en los últimos tres años ha inducido a la industria musical a pedir más protección y a los artistas, a airear públicamente tanto sus graves perjuicios económicos como sus incidentes con las chinas que les han ofrecido en los bares sus propios discos tostados.

Los clientes musicales comprendemos la indignación de las discográficas y los cantantes, pero seguimos siendo tentados cada día por la alfombra y el grito bucanero: "Dos a cuatro". ¿Por qué pagar 18 euros por la misma música, por el mismo número de canciones con la misma calidad de sonido? ¿Por la supervivencia de la industria? ¿Por la bonanza de los intérpretes? ¿Por ética social? Demasiado altruismo. Además, muchos compradores de discos estamos desencantados con el mercado y con la sociedad consumidora que ha propiciado que en la lista de los 20 artistas más vendidos el año pasado figuren David Bisbal, David Bustamante, Manu Tenorio, Rosa, Chenoa, UPA Dance, Nuria Fergó, Caribe 2002, Disco estrella y Los éxitos del año.

Los discos siempre nos han parecido caros, incluso antes de que la piratería extendiese sus mantas. Un CD, no importa si es novedoso o es el Abbey Road, cuesta unos 18 euros, un precio que absorbe gran parte de la paga de un adolescente. Por dos euros, el top manta ofrece una bolsita de plástico con una mala fotocopia y un CD sobre el que no hay bolígrafo que escriba, ¿qué gran oferta brinda el vendedor legal por 20 euros? Muchos discos originales ni siquiera contienen las letras de las canciones, sino un desplegable con fotos artísticas (borrosas) del cantante por una playa o primeros planos de sus botas o su taza de desayuno. En realidad, ni siquiera los textos, disponibles en numerosos lugares de la Red, son ya suficiente reclamo para el consumidor, no son competencia ante la rebaja del mantero.

Muchos compradores que seguimos abasteciéndonos con mala conciencia de la piratería nos dejaríamos seducir por una oferta convincente por parte del compact auténtico (libretos con tapas duras y más fotos, como ofertó Springsteen en una lujosa y exitosa edición de The Rising, un objeto afín al artista, como una púa, un DVD adjunto al disco...). Una solución sería transformar el CD en un paquete único e infalsificable. En el fondo deseamos una coartada para dejar de comprar copias ilegales, pero, de momento, duele más pagar nueve veces el precio de un producto que herir a la industria discográfica.

Hoy el CD, por el simple hecho de ser original, no resulta atractivo. El disco como objeto ha perdido su significación. En los ochenta gastábamos pesetas en música conscientes del valor, no sólo de la grabación, sino del propio envoltorio que nos ofrecía al cantante ampliado y barnizado sobre una cubierta que podía contener comentarios, fotos o letras ilocalizables en otro lugar. El vinilo era un cuerpo misterioso, la música agazapaba en sus surcos despertaba ante el milagroso contacto de la aguja del que éramos testigos. El disco se trataba con delicadeza (sería impensable llevarlos esparcidos por el coche), la funda de cartón se ajaba con los años como un ser vivo.

Ahora, en los tiempos del aséptico láser y el hierático espejo del CD con el que copula en la intimidad invisible del CD-player, el amor por el disco como ente se ha desvanecido. El vinilo se colecciona hoy como las cartas de una amante fugada. Edonkey, Soulseek, Kazaa, y demás servidores de música en la Red, así como el propio sistema MP3 donde no existe un recipiente físico y distintivo para la música, verifican la pérdida de identidad del soporte musical y, por tanto, también del apego material del oyente. Las copias ilegales son un virus que el año pasado viajó de las mantas a 25 millones de manos. Pero, mientras se encuentra un antídoto, seguiremos yendo a los toros y comprando discos piratas.

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