El dolor de los niños
El caso es éste: en una casa del tipo corrala vive una pareja con dos hijos; el primero lo es de la mujer y de un primer marido o pareja; el segundo lo es de los dos. El primer niño vive en la casa oculto a todos los vecinos, no sale a la calle, está permanentemente encerrado, al parecer, por orden de la pareja actual de la mujer y padre del segundo niño. El primero es golpeado, maltratado y malalimentado durante dos años, se sabe por el estado en que es hallado o llevado finalmente a un hospital y por los testimonios de los vecinos. Este niño muere a causa de una última paliza. A su muerte se le encuentran toda clase de golpes, cicatrices, malnutrición y disfuncionalidad. Estuvo siempre encerrado, sin salir a la calle durante esos dos años. Sólo conoció su pequeña cárcel y el dolor. El segundo niño sí era hijo de los dos componentes de la pareja, salía a la calle con su madre, estaba bien tratado y era conocido en el vecindario; era, también, testigo inocente, pero sano, del drama; la situación recuerda esas exhibiciones documentales en las que el macho dominante que ha sometido a la hembra devora a las crías anteriores de ésta y genera las suyas propias. Los vecinos escucharon durante esos dos años un grito que se repetía de continuo: "¡Mamá, no me pegues!". Esta criatura sólo conoció el infierno.
Si hay una imagen desgarradora es la del niño maltratado que tiende sus brazos a su maltratador en busca de ayuda. Es una imagen insoportable y, sin embargo, real. Para un niño, los padres son el mundo y son quienes le ordenan el mundo. No concibe otro espacio de afecto, protección y entendimiento que ése; por lo tanto, no tiene defensa ante los abusos y su único impulso es intentar refugiarse en quien le daña aunque le dañe; no posee un solo recurso que le permita vislumbrar otra salida a su situación. Por eso son tan acomodaticios: la capacidad de acomodación de un niño es muy superior a la de cualquier adulto. Quien quiera que tenga niños o trate con niños lo sabe.
El protagonista de la novela La peste, de Albert Camus, hizo famosa y universal la afirmación de que en este mundo podía soportarlo y entenderlo todo excepto el sufrimiento de los inocentes, de los niños. Hoy vivimos en un mundo civilizado en el que la pedagogía infantil se encuentra muy desarrollada en comparación con otras épocas. En este mundo los niños son maltratados, torturados, asesinados y explotados sexualmente, además de educados en odios tribales, utilizados como chantaje de guerra (como en el caso de las mujeres violadas y deliberadamente embarazadas durante la guerra de los Balcanes), usados como niños-soldado en África, abandonados en la calle... Lo sabemos porque existe información, una información tan constante que quizá alcanza el paradójico resultado de anestesiar la conciencia de la sociedad -en otras palabras: de valer tanto como la desinformación-, hasta el extremo de considerar el asunto como se considera uno de esos males endémicos con los que se convive. Y es frecuente pensar que el maltrato se debe a gente ignorante, primitiva o aculturalizada. Son cosas que pasan -dice el padre de familia cerrando el periódico o el noticiero antes de llevar a sus hijos al colegio-.
Los niños maltratados de las mil maneras en que pueden serlo por los adultos son débiles, frágiles y sólo sobreviven los más resistentes al castigo. En una sociedad como la nuestra, producto de un acuerdo de supervivencia que nos obliga a todos, miles y miles de niños son privados de ese pacto social que pretende asegurar la neutralización de los abusos, muy especialmente del uso de la violencia. Hay muchas explicaciones, pero ni esos niños entran en programa electoral alguno -esos programas que votamos los ciudadanos- ni las malformaciones psicosociales que pretenden explicar los maltratos justifican un solo golpe, una sola lesión, un solo abandono. Y a ello hay que añadir que el maltrato no es un problema de clase. Hay un hecho que las explicaciones acaban ignorando siempre, un hecho de fondo, un asunto moral intolerable: el maltrato al niño es, ante todo y sobre todo, el ensañamiento con el débil: un fenómeno que se da en todas las sociedades desde lo más bajo hasta lo más alto de la escala social.
El doctor de La peste ni entiende ni tolera que ésta alcance y haga sufrir a los niños; su incomprensión es de orden existencial e incluso metafísico y pertenece a la pregunta de quiénes sómos, de dónde venimos y a dónde vamos. Es un asunto sustancial el que él plantea, que lo lleva de inmediato a cuestionar la existencia de Dios y la naturaleza del hombre. El maltrato a los niños es aún peor que la peste porque no viene de la enfermedad -que, por lo general, no procede de la voluntad humana-, sino de una gravísima malformación moral que no es individual, sino social; que no pertenece sólo al individuo ni a la especie, sino al modo de relación que la especie establece consigo misma. La especie, la sociedad, parece haber aceptado que el maltrato infantil es inevitable con la misma intención que dice que es inevitable que existan pobres y ricos, un argumento que esconde la absolución de la insolidaridad. Si el ejercicio del poder -espejo donde los hombres se reflejan- privilegia el ensañamiento con el débil en nombre de la suprema autoridad del beneficio propio..., ¿por qué hemos de sorprendernos que este talante discurra por todas las capas sociales en una sociedad donde la dureza de corazón es un factor de éxito? El maltrato a los niños, tan débiles que han de plegarse al dolor, es el espejo del ejercicio más vil del poder y está tan extendido como éste. El ensañamiento es sólo el extremo de la impotencia a la que nos aboca una sociedad cobarde, acomodaticia y depredadora a partes iguales. El maltrato no es un problema de ignorancia, pobreza o atavismo: hoy es un problema de la corrupción moral consentida por el cuerpo social que se mira en el espejo del Poder.
¿Palabras? Sí, palabras. Hay veces en que las palabras son ejemplos de sufrimiento más hirientes que cualquier imagen. No hay mayor expresión de dolor inocente ni más intolerable contradicción que esas palabras de aquel niño que los vecinos escuchaban en silencio en sus casas: "¡Mamá, no me pegues!". No sé si su grito resuena aún entre las paredes de aquella corrala y en la conciencia del vecindario. No me pegues, mamá, no me pegues más.
José María Guelbenzu es escritor.
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