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Columna
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Hace frío

El gato saltó a tierra desde la cesta donde lo llevaban al veterinario, corrió por los jardines de Pablo Sorozábal, y se acercó al Auditorio aprovechando las sombras del atardecer y la afluencia de público al concierto suspendido por la huelga de la Orquesta Nacional.

Debió de pasar la noche en parques y tejados y sin cobijarse en los contenedores de basura, porque llegó congelado y hambriento al bar situado en esos altos de Príncipe de Vergara que fueron prolongación de la avenida del General Mola. Sin pedir permiso brincó al mostrador, y de ahí a la estantería de botellas, donde se instaló para sorpresa de los parroquianos y del encargado del establecimiento, que cuenta a las cámaras de Telemadrid los muchos miles de pesetas perdidos en el percance.

Dice también el encargado que, en circunstancias excepcionales, todos rompemos nuestros hábitos. Atribuye la conducta anómala del gato al frío excesivo y profetiza: si continúa helando no abandonará su refugio del bar; pero si mejora el tiempo escapará al parque de Berlín o a los aledaños del Auditorio por el mismo impulso que lo sacó de la cesta.

La curiosidad por el gato hogareño y el séquito de periodistas y focos llena el bar de clientes, que con sus demandas de pinchos y tapas le resarcen del estropicio. Una mendiga aprovecha la distracción del encargado, que otras veces prohibía su presencia en el local, para pedir limosna a los acodados en la barra. Es una mujer menuda y algo gruesa, aunque no como un gato de canónigo, y su rostro brilla con la caricia del Guadarrama.

Por la alfombra de cáscaras y papeles se mueve la mendiga con la mano extendida sin obtener el consuelo de la caridad hasta que recibe desde la calle un aliciente superior a la limosna: al aire polar de este día resplandeciente de enero está Fran junto a la fachada de Caja Madrid. Tumbó en la acera su gorra de bohemio, recostó el violín en la bufanda con escarcha, y pulsa la sensibilidad saltarina del primer tiempo de la sonata Primavera, de Beethoven.

Al oírle, los entendidos del Auditorio se burlan, porque es una insensatez invocar a la primavera en pleno invierno, cuando tiritan los transeúntes y al fondo de la calle del Príncipe de Vergara se muestra la sierra nevada. Sólo la nostalgia permite recrear los días cálidos en que la brisa refrescante procede del mismo punto donde ahora hiela. Mas la mendiga, al sentir la música, busca con la mirada al gato. Como si captara la consigna, el animal eriza el lomo, tensa las patas y, por un momento, parece disponerse a recuperar sus libertades acompañando a la mujer hasta la calle, donde el violín de Fran incita a la rebeldía.

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Esa noche Fran cederá su bufanda a la mendiga para que la use de almohada en los pasillos del metro de Atocha, dormitorio del necesitado. Y esa ventaja de recogerse en un albergue -que no tuvo el gato en su noche previa al asalto del bar-, estimula los propósitos transgresores de la mujer cuando a la mañana siguiente viaja con Fran y su violín premonitorio.

Se apean en la estación de Colombia, el bar de Príncipe de Vergara está cerrado y no hay huella del gato en el local oscuro, quizá sueña en el paraíso ácrata desde su cálido nido de botellas. Fran tumba la gorra en la acera y apoya el violín en el hombro. Pero esta vez no interpreta la sonata de Beethoven sino Las mañanitas. La mendiga entra dócilmente en la sede de Caja Madrid y, como cualquier usuario de cajero automático, bloquea la puerta. Luego extiende una manta en el suelo y se acuesta, con la cabeza sobre la bufanda de Fran.

La intervención de la mujer causa menos destrozos que el gato, pero es más dañina: sin su consentimiento, ni empleados ni clientes accederán a la oficina bancaria. Se paraliza, pues, la actividad económica de la sucursal porque la ocupante no dialoga con quienes suplican al otro lado de la puerta que se avenga a razones: ella está harta de pasar frío y la música de Fran le anima a no decaer.

El ministro alerta a la policía, porque si todos los mendigos imitan a su compañera, el país quiebra. La policía evoca el antecedente del no por casualidad llamado Palacio de Invierno. Y por la televisión se advierte de las ventoleras que provoca en los pobres esta brisa de Madrid que, como dice el refrán, mata a un hombre pero no apaga un candil.

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