La guerra desde aquí
¿Habrá guerra contra Irak? La pregunta, aunque todo el mundo la hace, me ha sorprendido en pelotas cuando me la han hecho a mí. Supongo que afirmar o negar una entelequia es vergonzosamente complicado. ¿Alguien es capaz de dar un sí o un no a algo tan ajeno pero que podría estar tan próximo como esa guerra? Ni siquiera Javier Solana, pomposamente llamado mister PESC -un cargo europeo, por cierto, en vías de reforma-, puede hacer otra cosa que manifestar un voluntarismo de estudiante preuniversitario: "Aún hay margen para contener la guerra". ¿Y qué pasará cuando acabe el margen? Cuando acabe el margen, Dios -es decir, mister Bush- dirá.
Son cosas que aquí todo el mundo sabe. Igual que todo el mundo sabe que a los españoles no se nos ha perdido nada en Irak y que Sadam Hussein no nos gusta nada. Pero eso, hoy por hoy, no tiene importancia: en el mundo actual no hace falta interesarse por algo para verse mezclado en ello. Lo que sí tiene importancia es que nuestras bases, tras la reciente negociación hispano-estadounidense, estarán al servicio de los designios de, como ha dicho el escritor John Le Carré, "las particulares opiniones políticas de Dios-Bush".
Lo que sí tiene importancia es estar oyendo, día sí y día también, que ni siquiera nosotros, discretos habitantes periféricos de las democracias occidentales, nos libraremos de una guerra que tanto nos importa: Dios-Bush ha nombrado -¿a cambio de qué, por cierto?- a José María Aznar su enviado celestial en España. Y no tiene menos importancia que ese enviado celestial haga y deshaga a costa nuestra sin darnos ni media explicación a través de los cauces establecidos en el Parlamento español. O sea que, sin comerlo ni beberlo, podríamos encontrarnos de la noche a la mañana con una guerra en las narices, lo cual, por ejemplo, podría significar convertirnos -usted, yo y el vecino- en un blanco estupendo para cualquier enemigo, ni suyo ni mío, sino de los que deciden esa guerra.
A la vista de estas circunstancias, si algo nos importa de verdad, es cómo librarnos de esa fatalidad, de ese destino bélico decidido en despachos que atienden -dicho sea con toda frialdad- cualquier tipo de intereses menos los nuestros. No se trata, pues, tanto de ser o no pacifistas como de una preocupación seria por detener al hatajo de dementes que pretenden imponernos una guerra incomprensible para la mayoría.
Ante un loco uno nunca está seguro. La demencia es un estado progresivo que, muchas veces, se disfraza de cordura. De ahí la extraña cara de póquer que suele poner la gente cuando se encuentra con este tipo de realidades. Además, aquí hay ahora un montón de generaciones con nula experiencia de guerras, de su dolor, de su injusticia y del sufrimiento que producen. Sólo hemos visto guerras en el cine y el terrorismo hasta puede parecer un juego de niños ante lo que significa una guerra de verdad. Lo cierto, por lo que he visto, es que nadie -ni siquiera los halcones más recalcitrantes- tiene por aquí ganas de que haya guerra. ¿La razón de esa indiferencia? Muy clara: la guerra, esa guerra, no tiene sentido, hablando en general. Y afinando un poco más: sólo tiene sentido si lo que se pretende es confirmar el nuevo y desvergonzado impulso imperial del Gobierno de Estados Unidos. Y eso hasta los amigos de los norteamericanos y los estadounidenses de bien lo desaconsejan.
He querido dejar aquí testimonio de cómo se agita el espantajo en nuestras barbas porque un puñado de jóvenes ya me ha increpado sobre mi falta de sensibilidad ante esa guerra. "¡No se puede ser insensible o escéptico!", me han dicho. Ellos creen en la amenaza real y creen en la necesidad de paz. Yo creo en algo menos controlable: la locura que de tanto en cuanto invade lo humano.
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