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Columna
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Un sueño imposible

Al final, nos dice la vicelehendakari que ha sido la manipulación política del Tribunal Constitucional la causa de que se hayan declarado nulos los Presupuestos de Gobierno vasco para el 2002, aprobados en su día de la manera más irregular. Pero no pasa nada, aquí no pasa nada, al Gobierno no le pasa nada. Ni el TC, ni ningún otro tribunal, tiene legitimidad para ejercer de contrapoder, bajo el dominio de la ley, frente a un nacionalismo que, como casi todos, no necesita de contrapoderes. Con meter al Constitucional en el amplio saco de los enemigos de Euskal Herria se puede seguir adelante. (Algo así era lo que hacía el Caudillo).

Ante una comunidad a la que se le anulan unos presupuestos, que padece el terrorismo, cuyos representantes del partido mayoritario van a Gibraltar a inspirarse en su modelo colonial y sobre la que pende nada menos que un referéndum de secesión, no hay mucho inversor que se pueda a animar a hacerlo; más bien incentiva a la gente a marcharse. Porque si esta democracia orgánica, que gusta del referéndum y del caudillaje en íntima conexión con la sociedad vaca por encima de los partidos, fuera al menos capaz de ofrecer seguridad, algunos inversores se animarían, como pasó en los últimos años de la anterior democracia orgánica, aunque no evitaría el exilio.

Se busca la inestabilidad institucional para hacer necesario así al nacionalismo

En ese caso podría entrarle a este Gobierno la duda de que las cosas no van bien, pero como la culpa la tienen siempre los demás, especialmente España, resultará hasta lógico que se apreste, salvo debacle en las elecciones municipales, a convocar antes de que acabe el año la dichosa consulta. Precisamente en el año que se conmemora todo un hito, veinticinco años de Constitución española sin pronunciamientos ni partidas insurgentes, y a las puertas de los 25 años del Estatuto, otro hito, es cuando el lehendakari se apresta a la inestabilidad y a la aventura, presentando fuera de las reglas políticas y legales un referéndum hacia la ruptura. Y es que los nacionalismos, si quieren perpetuarse, no pueden aceptar la normalidad y la estabilidad; se las cargan, sea por la vía de la insurrección o el referéndum, o usando los dos a la vez como lo hacía el anterior Caudillo.

Si el lehendakari está dispuesto a sacar adelante su plan, aunque sea, como acaba de decir en Getxo, contando tan sólo con el 51% de los votos, no significa sólo que está dispuesto a asumir todos los riesgos de la inestabilidad. Además supondría, en primer lugar, salirse de la legalidad pero también establecer todos los mecanismos de coacción para que ese 51% no se convierta nunca en el 49%, y con ese esquema ninguna sociedad puede convivir en paz. No hablemos de la condición de apátridas en la que se dejaría a ese 49%, absolutamente injusta, incivilizada, y digna de las políticas de deportaciones o liquidación étnica de los regímenes totalitarios del siglo pasado. El 49% sería basura política.

Este tipo de planes, fuera del nacionalismo radical, no tienen ninguna credibilidad. No iba ser admitido por ningún país de nuestro entorno por reaccionario, todos lo verían como una atrocidad sobre la minoría de la población no nacionalista, pero, sobre todo, una perturbación enorme en el sacrosanto statu quo del que la misma ONU es su principal valedor. ¿Por qué el gobernador general de Gibraltar tuvo la poca cortesía de no recibir a la delegación del PNV? Porque no desea contaminarse con tan disparatada propuesta del nacionalismo vasco.

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En el fondo, no es más que un sueño peligroso surgido de la endogámica concepción de la realidad desde una vida enclaustrada en la burocracia de un partido nacionalista y del poder ininterrumpido durante más de veinte años. Al PNV no se le ocurrió nada semejante durante el ocaso de la dictadura franquista, tampoco durante la transición, momentos en los que hubiera tenido ciertas posibilidades, ciertas legitimidades y ciertos apoyos. Lo hace ahora, empachado de poder y temeroso de perderlo, cuando la situación de España y de Europa es más estable que nunca. Lo hace ahora porque más años de normalidad constitucional y estatutaria dejaría de hacer tan necesario al nacionalismo y éste, como un partido normal, podría perder el poder, cosa que viene en general bien para recapacitar. Se busca la inestabilidad para hacer necesario al nacionalismo, pero se hace sobre todo necesaria a la mismísima ETA.

Un sueño imposible, y por eso enormemente peligroso; que no garantiza, sino todo lo contrario, la paz. Promueve, entonces sí, la creación de dos comunidades; se crearía la españolista, germen de un conflicto, éste de verdad, de consecuencias profundas. ¿Acaso se puede creer que el 49% de los ciudadanos marginados iba a quedarse de manos cruzadas? Por supuesto, todo esto no lo va a permitir ningún estadista, ni siquiera el catalanismo, tan indulgente. A los totalitarios, que se creen sus propias mentiras (Or-well), hay que derribárselas. Pero sobre todo hay que derribarles sus sueños, todavía más peligrosos porque son imposibles.

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