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Columna
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La excusa y el método

Son muchas las cosas que diferencian a una democracia de un mero juego mecánico por el que las mayorías aplastan a las minorías. Una democracia ampara ámbitos exentos del juego político, zonas completamente al margen de la adhesión partidista, una porción de entramado institucional donde el poder, sencillamente, no puede hacer lo que le dé la gana.

Las zonas de exención comienzan con el reconocimiento de los derechos fundamentales y las libertades públicas de las personas individuales. Ni las leyes ni las constituciones crean los derechos humanos; lo único que pueden hacer es reconocerlos. Hay incluso cierta grandeza en que la ley, consciente de ello, subraye esa limitación y reconozca lo preexistente a la misma. Los derechos fundamentales son el primer y más importante núcleo que en una democracia se excluye de la arbitrariedad del poder. Cuando algunos impetuosos publicistas insisten en que sus derechos emanan de una Constitución conviene recordar ese principio democrático, que es anterior a la legalidad (a cualquier legalidad), pero que se afirma como fundamento de cualquier país libre, según se sabe en las democracia maduras y según conviene la legislación internacional.

Pero en toda democracia existen también otros ámbitos de exención. La propia división de poderes es una construcción abstracta que pretende garantizar áreas del Estado que funcionen, o debieran funcionar, al margen del poder ejecutivo (el poder ejecutivo es El Poder, por antonomasia), de forma muy señalada, el poder judicial, que se halla en manos de profesionales del Derecho o, eventualmente, de ciudadanos constituidos en jurado. Pero la democracia ha ido añadiendo otros ámbitos de independencia a la estructura del Estado, altas magistraturas que se suponen al margen del conflicto político: el Tribunal Constitucional (que es un órgano de naturaleza jurisdiccional, pero que no forma parte propiamente del poder judicial) o la figura del Defensor del Pueblo. Si a ellos añadimos el Ministerio Fiscal, defensor del interés público (diferenciado del interés gubernativo, cuya defensa compete a la Abogacía del Estado), la democracia moderna cuenta con una tríada de instituciones de carácter constitucional cuya misión, competencia y altura de miras se presuponen muy por encima de las trifulcas con que nos obsequian los partidos diariamente.

Por eso resulta lamentable contemplar, a estos efectos, la situación actual del Estado español. A las notorias salidas de tono del Defensor del Pueblo, cuyo título sin duda le queda grande (será defensor, en todo caso, de la parte del pueblo que prefiera) se unen las extravagancias del presidente del Tribunal Constitucional, al que sin duda también el cargo excede sus parcas entendederas. Nada explica que personas responsables de tan altas magistraturas bajen a la arena política y se dediquen a despreciar los sentimientos de muchos ciudadanos. La transgresión de unas mínimas formas de elegancia llegó al extremo cuando el presidente del TC elucubró acerca de las costumbres higiénicas de los pueblos de la península. Claro que esto reduce el escándalo a lo cultural. Aún más grave fue el escándalo jurídico, cuando expresó su esperanza de lograr una sentencia de ilegalización para Batasuna (condicionando a los magistrados que en su momento deberán dictarla) y más aún el risoteo con que fue acompañada su estulticia, por los numerosos cargos públicos que estaban en la sala, incapaces de mantener la reserva necesaria ante una resolución judicial que aún no se ha dictado.

Para quienes piensan que lo saben todo de la democracia porque se revuelcan en el fango de una mayoría absoluta política y mediática convendría recordarles lo importante que son las formas. Porque la democracia, ante todo, es eso: un método, una forma, unas formas, una respetuosa vía de aspirar a la consecución de un objetivo político, de cualquier objetivo político. Desde luego, lo que no es la democracia es una excusa para el más rancio patriotismo.

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