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LA CRÓNICA
Columna
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Oriol Maspons, ¿cómo te encuentras?

El retratista de la calle de Santaló, número 4, expone en el mostrador cientos de fotografías de carné, protegidas por un cristal. Mientras espero mi turno, les echo un vistazo y me maldigo. Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad sacaría una crónica poética de este lugar. De entrada, encabezaría el texto estando de acuerdo con aquella frase, preciosa, sobre los pieles rojas (la de que no les gusta que les retraten por si la cámara les roba el alma). Desde luego, al momento habría encontrado un parecido entre la mujer rubia de la foto que estoy mirando y, pongamos por caso, Annabel Lee, la del poema de Edgar Allan Poe. Ya me entienden. En cambio, ¿a quién me recuerda la mujer rubia? No a Annabel Lee, sino a Imma Pedemonte. Y el atractivo barbudo que está a su lado no me hace pensar en un bisabuelo indiano, sino en Eduard Boet. Ya tenía razón Jordi Vilajoana al decir que nos falta glamour. Si hasta cuando imaginamos un universo de estrellas lo imaginamos en pequeñito.

El retratista de la calle de Santaló, número 4, expone en el mostrador cientos de fotografías de carné, protegidas por un cristal

Pero entonces el corazón me da un brinco, porque el cliente al que atienden me dice, al tiempo que señala a la mujer rubia: "Imma Pedemonte está guapa en esta instantánea." O sea que ¡es Imma Pedemonte! No era mi imaginación. Estoy en la tienda donde Imma Pedemonte se inmortaliza. Igual hasta es socia del RACC, que está aquí al lado. Igual se hace la revisión médica que te exigen en el RACC, junto con la foto de carné, en la mutua de enfrente. "Y Eduard Boet está muy natural", añade el señor. ¡Madre mía! O sea que es Eduard Boet. También es cliente de esta casa. A lo mejor, también es socio del RACC y va a la mutua, como Imma Pedemonte. Al ver mi alegría, el cliente y la dependienta se esmeran en mostrarme las demás maravillas del mostrador. Veo a Baltasar Porcel, a Mario Beut y a Guillermina Motta. Al Màgic Andreu y a Constantino Romero, el que anuncia el colchón Lo Monaco. A Marta Ferrusola y a Diana Garrigosa. Todos deben de ser del RACC. O esto o el barrio es una especie de Beverly Hills a la catalana, donde la tienda ejerce de Sunset Boulevard. "Si quiere más detalles llamo al jefe", me ofrece la empleada. Y lo llama. El jefe me explica que en la esquina estuvo la primera comisaría donde expedían deeneís de Barcelona. Al establecimiento, pues, nunca le ha faltado parroquia.

Los personajes no han sido ordenados por profesiones, lugar de origen o afinidades. Por no estar, no están ni divididos entre vivos y muertos. Al lado del desaparecido Eugenio se encuentra el vivo Peret. Porque hay más de un difunto en este mostrador, como Joan Viñas, Franz Johan y Antoni de Senillosa. "Y más muertos que había", me aclara la mujer. "Teníamos a la Mary Santpere, pero la saqué porque estaba en blanco y negro". Ahora en blanco y negro sólo les quedan dos fotos: la de un vivo, José Luis de Vilallonga, y la de un muerto, Udo Lattek. "Vilallonga está en blanco y negro porque hacía una película de época en la que tenía que enseñar el carné. Y Udo Lattek porque era alemán". Es un argumento incuestionable. "¡Mira!", exclama a continuación. "La Mónica Randall de jovencita, qué mona era ya". Y añade, para su jefe: "Y ahora tendremos a De Pedro, el jugador de la Real, porque una amiga mía se ha casado con él". El cliente al que atendían y yo escuchamos con avidez. "Nuestro problema", cuenta el dueño, "es que los famosos cambian tanto de la tele al natural... Una vez vinieron los de la Trinca, pero cuando nos quisimos dar cuenta ya se habían ido. Porque, claro, ellos no te dicen que son alguien. Éste es el director de la casa Puig. Y este otro el director de la tele catalana. ¿Cómo se llama? ¿Oliva? No. ¿Oliver? Joan Oliver. Es el director, ¿verdad? Mi cuñada, cuando trabajaba aquí, los reconocía a todos". Me fijo en la foto de un chico con gafas. "Y éste ¿quién es?", pregunto. Menean la cabeza. "Esta foto es nuestra perdición. La tenemos expuesta por si acaso es Buenafuente de joven". Y me explican que, descontando al presunto Buenafuente, en el mostrador han colocado fotos de cuatro personas que "no son nadie". Las tienen como placebo, para despistar. El cliente, entonces, señala otro retrato. "Este hombre está muerto", dice. La dependienta le corrige: "No, no. No está muerto, está enfermo". El hipotético enfermo, y esperemos que imaginario, lleva colgada una cruz de Sant Jordi en el cuello. "Claro que está muerto, se acaba de morir", insiste el cliente. "No, no", replica la dependienta, "está vivo. Es Oriol Maspons, el fotógrafo". El cliente chasquea los dedos. "Calle, calle. No me diga más. Es verdad. Sí, sí. ¡Pero qué cabeza la mía! Lo confundía con el de Los cipreses creen en Dios ".

De la galería de fotos, la más grande corresponde al peluquero Llongueras. Llongueras es también el personaje que sonríe enseñando los dientes, junto con Alberto Fernández Díaz. De todos ellos, por alguna razón inexplicable, el único que está dos veces es Eduard Boet. En el mostrador sólo queda un lugar vacío porque una de las instantáneas ha sido robada. El dueño no recuerda a quién pertenecía. La ladrona (me imagino a una ladrona) seguramente la lleva en el monedero, como si fuese de su familia. Las fotos que ahora parecen más fáciles de robar son la de Quim Monzó y la de John McEnroe. Si sacara el cúter, con un pequeño gesto serían mías.

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