La docencia universitaria en la encrucijada
Uno de los cambios notables acaecidos en la universidad española en los últimos veinte años es la relevancia que ha alcanzado la investigación como criterio de valoración de la actividad de los profesores, de los departamentos y de la misma universidad. Hasta la aprobación de la Ley de Reforma Universitaria en 1983, la universidad es considerada, básicamente, como una institución dedicada a la docencia superior, sin menoscabo de que algunos grupos de profesores realizaran trabajos de investigación. Pero desde la L.R.U., todo profesor universitario es considerado no sólo docente sino también investigador y la investigación adquiere cada vez mayor importancia en la promoción académica y en la propia actividad universitaria, mientras la pierde la docencia. No han sido pocas las consecuencias de esta decisión. La primera e inmediata fue un incremento automático del número de investigadores (en términos absolutos y relativos). Otras no tan frívolas fueron perceptibles pocos años después. La docencia se resintió. Entre otras razones, porque docencia e investigación sólo en ocasiones se complementan y suelen ser rivales cuando no incompatibles, ya que compiten por el tiempo de los profesores y son tareas muy distintas en términos de actividad y de organización. Con el paso del tiempo, la consideración social de la docencia se rebajó y pasó a ser una actividad con menor apoyo y reconocimiento institucional que la investigación. A esta tendencia no ha sido ajeno el hecho de que a través de la actividad investigadora el profesorado y la institución universitaria acceden a fuentes de financiación públicas y privadas, sin la menor vinculación a la docencia, con lo que ésta acaba convirtiéndose en algunos ámbitos en una especie de trámite o "mal menor", que hay que asumir para dedicarse a la "verdadera" actividad científica: la investigación. La Ley Orgánica de Universidades asume también esta situación y proclama que la investigación es fundamento de la docencia y que es un derecho y un deber del profesorado. Más aún, el desarrollo legislativo agudiza este proceso de subordinación de la docencia a la investigación. Así, las referencias a la "calidad" y su evaluación y reconocimiento -académico y monetario- se centran sobre todo en la actividad investigadora. Y sin embargo, debería reconocerse que la actividad propia del buen profesor, es decir, de la persona que ante todo sabe aquello que enseña y es capaz de hacerlo accesible a los alumnos, no es la investigación sino el estudio. Investigar es una actividad cada vez más especializada, que exige mucho esfuerzo en un tema puntual. El estudio tiene miras más amplias y diversificadas, al tiempo que no son necesarias muchas horas para aprender lo que lleva tiempo investigar. Además, como señalaba Julio Carabaña hace unas semanas en la Facultat de Ciències Socials de la Universitat de València, "la investigación es una actividad que compite por el reconocimiento de los iguales, guiada ante todo por la vanidad y la autoafirmación. El estudio es una actividad sobre todo humilde, guiada por el deseo de aprender de los otros, no (sólo) de enseñarles". Por otro lado, mientras el ejercicio de la investigación suele implicar una organización jerarquizada y grupal, el de la docencia es más igualitario e individual. La investigación se suele organizar mediante una estricta división del trabajo, los catedráticos y los profesores tienden a dirigir y a interpretar mientras los ayudantes y los becarios tienden a ejecutar el trabajo de campo o de laboratorio, algo que difícilmente puede suceder con el estudio y la docencia, ya que no hay manera de hacerlo grupalmente: se puede -y se debería- intercambiar materiales y experiencias, pero su activación en el aula es individual. Apelando nuevamente a Julio Carabaña "mientras la investigación se hace más jerárquica y desigual, la enseñanza y el estudio siguen siendo reinos de la igualdad y la independencia". Igualdad en el ejercicio de la actividad que no en su retribución, lo que de nuevo nos remite a la valoración de la investigación, puesto que profesores con la misma dedicación docente se diversifican en distintas categorías y niveles retributivos por su situación jerárquica y reconocimiento dentro de la actividad investigadora. A pesar de esta contraposición analítica, preciso es reconocer que un buen ejercicio de ambas actividades exige tanto inquietud intelectual como espíritu crítico, actitudes a las que no se hace referencia en las leyes. En este mismo sentido, se puede apuntar también, que es conveniente que el estudioso tenga (algún tipo de) experiencia investigadora para que su apreciación sea más equilibrada, del mismo modo, que es conveniente que el investigador disponga de una visión lo más amplia posible de su campo para mejorar su capacidad de comprensión.
Ahora bien, esto no quita que cuando docencia e investigación han de coexistir, suele ser esta última la que atropella y se impone a la primera; o, en otras palabras, que cuando compiten por el esfuerzo de los profesores la segunda suele llevarse la mejor parte. Atropello que se ve estimulado institucionalmente porque la investigación suele conllevar un mayor reconocimiento meritocrático para la promoción y el ejercicio de determinadas funciones y proporciona renombre (hay premios a la investigación, pero desconocemos la existencia de un premio a la mejor docencia o al mejor docente).
No es de extrañar, pues, que en el informe Bricall se propusiera distinguir los profesores de los investigadores, algo que ya sucede en países como en Francia. Ahora bien, una medida de este tipo, en un entorno de minusvaloración de la docencia, encierra el riesgo de agudizar la situación. Dado que no es ésta la orientación que persigue la política universitaria, bueno será comenzar por ser sensibles frente al problema de la supeditación de la docencia a la investigación y adoptar medidas (a todos los niveles) tendentes a revalorizar e incentivar la docencia (la buena docencia). A este respecto, es básico mejorar y ampliar la evaluación del profesorado por los destinatarios de la actividad docente, los alumnos. Esto requiere que el profesorado tome conciencia de la importancia de la autoevaluación y que participe en el diseño de los instrumentos de evaluación. Después, impulsar la formación de grupos de mejora de la docencia, la coordinación en las unidades docentes y la tarea de las comisiones académicas de títulos, que deberían abordar el análisis de la realidad de cada plan de estudios cuando llega a las aulas. Y por último, que los órganos rectores de la institución -y los poderes públicos- adopten medidas que reconozcan la buena docencia para la promoción.
Todo esto en el plano organizativo, si bien en el de los contenidos no está de más recordar, sobre todo en los tiempos que corren, que uno de los objetos principales de la actividad docente es hacer perceptible lo que pasa a nuestro lado y que con frecuencia no se sabe reconocer. A este respecto, el docente no debería instalarse en la cómoda indiferencia ni refugiarse en el incómodo desasosiego, sino atender al acontecer de las cosas que pasan para que éstas no pasen inadvertidas, vinculando la transmisión de conocimiento a la reflexión crítica y la actuación transformadora, recurriendo siempre a aquellos lenguajes cuya capacidad explicativa está al servicio de la mayoría de la humanidad.
Ernest Cano y Miguel A.García son profesores de la Facultat de Ciències Socials de la Universitat de València.
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