Democracias sin complejos
La actividad terrorista no es una novedad en la historia de las sociedades, si bien hay que reconocer que sus posibilidades de incidir en la convivencia pacífica de los ciudadanos se ha acentuado por el desarrollo de las tecnologías de la destrucción y por la repercusión que sus actos criminales tienen a través de los medios de comunicación, que amplifican sus efectos y generalizan una sensación de inseguridad colectiva.
La respuesta ante el asesinato, la extorsión, el secuestro y los estragos corresponde al derecho penal y nadie puede tener reticencias ante las sanciones que la ley establezca para conductas tan graves y destructivas de los principios democráticos. Ahora bien, el derecho penal tiene que ajustarse a los principios que establecen los textos constitucionales, sin desbordar sus barreras y sin buscar atajos jurídicos, que lleven a la degradación de las señas de identidad que constituyen un valor permanente, y no solamente coyuntural, de los avances de la cultura y la estabilidad democrática.
Una regla de oro del sistema democrático exige que la respuesta penal sea en todo momento proporcional a la gravedad de los hechos que sanciona y, al mismo tiempo, tenga en cuenta que el delincuente es también una persona a la que se debe reconocer unos derechos que autolimitan la capacidad de reacción de la represión penal.
El desarrollo de la capacidad legislativa que reside en el Parlamento, representante legítimo de la voluntad popular, debe ajustarse a los parámetros y principios que dan consistencia a una sociedad democrática.
Para que el sistema se fortalezca con el ejercicio diario de las competencias atribuidas a los diferentes poderes del Estado, es necesario respetar el ámbito de actuación de cada uno de ellos. El Poder Judicial juega un papel insustituible en el desarrollo y protección de las libertades fundamentales. Privarle de estas facultades, limitando sus posibilidades de ajustar e interpretar las normas con arreglo a los principios constitucionales, no puede hacerse sin deteriorar el esquema de la división de poderes y sin el riesgo de volver a situaciones, que creemos superadas, en las que se proclamaba la unidad de poder y la diversidad de funciones.
El proyecto de ley que se está tramitando en estos momentos, y que modifica el régimen de cumplimiento de las penas privativas de libertad, supera, en mi opinión, los límites marcados por los principios constitucionales. El legislador de 1995 que redactó el nuevo Código Penal consideró, con arreglo a los criterios más consolidados en el mundo de los valores democráticos, que la pena máxima debía llegar, con carácter general, a los veinte años de prisión, estableciendo excepciones para casos de evidente gravedad, que permitían alcanzar veinticinco o treinta años de privación de libertad.
Aprovechando los vientos dominantes impulsados por el terrible impacto mediático de las Torres Gemelas y valorando la incuestionable sensibilidad de la sociedad española ante una situación dramática derivada de la persistencia de las acciones terroristas, se pretende reproducir los viejos sistemas, invocando como base y fundamento que otras democracias más consolidadas establecen incluso la pena de muerte o tienen prevista la cadena perpetua. Con el pretexto y argumento de que no se deben tener complejos democráticos ante determinadas y sangrientas actuaciones de las bandas terroristas, se quiere transmitir a la opinión pública y a la ciudadanía que las leyes actuales son insuficientes, simplificando los razonamientos con una argumentación tan endeble como la afirmación de que en España matar sale muy barato. Parece que se quiere dar a entender que, si se encarece la respuesta, los problemas actuales desaparecen como por encanto.
El anteproyecto de ley orgánica de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, según su exposición de motivos, tiene como finalidad garantizar la seguridad jurídica, reconociendo que el ciudadano tiene derecho a saber con certeza jurídica qué es delito o falta y qué no lo es y cuáles son las penas establecidas. Nada se puede objetar a este propósito, que constituye una exigencia aceptada por todo el derecho penal del mundo civilizado.
Mucho más discutible resulta el argumento relativo a que, en materia de cumplimiento de las penas, se debe coartar el arbitrio judicial y establecer reglas generales y absolutamente impersonales que procuren un pronóstico más certero de la pena a cumplir. La individualización de las penas sólo se puede conseguir a través de la apertura de vías legales que permitan una cierta flexibilidad para que los jueces puedan tener en cuenta las circunstancias personales del delincuente y la gravedad de su acción. El Código vigente creemos que proporciona las pautas legales necesarias para que esta función se realice en cada caso concreto. Pretender una rígida uniformidad legal en el cumplimiento de las penas es contraria a la facultad de ejecutar las sentencias que la Constitución atribuye en exclusiva a los jueces. El sistema penal no puede vulnerar estas previsiones, obligando a realizar un tratamiento penitenciario que no tenga en cuenta la personalidad de los reos y cierre todo horizonte a las posibilidades de reinserción.
La modificación que se propone del artículo 78 del Código Penal tiene que reconocer que corresponde al juez de vigilancia penitenciaria el pronóstico individualizado y favorable a la reinserción social, valorando sus circunstancias personales y la evolución del tratamiento reeducador, pero le prohíbe extender sus decisiones a los condenados por delitos de terrorismo o cometidos en el seno de organizaciones criminales. Al mismo tiempo, al regular la libertad condicional, en el artículo 90, la establece, con carácter general, al cumplirse las tres cuartas partes de la condena, si bien, una vez más, se impide su aplicación, aunque se haya observado buena conducta y hasta un pronóstico favorable de reinserción social, a los condenados por terrorismo o que cometan los delitos en el seno de organizaciones criminales, salvo que hayan tenido un comportamiento activo en la colaboración para evitar nuevos delitos. Asimismo se excluye a esta clase de delincuentes de la posibilidad de adelantar la libertad condicional al cumplimiento de las dos terceras partes de la condena, aunque hayan desarrollado continuadamente actividades laborales, culturales u ocupacionales.
Se paralizan las excarcelaciones acordadas por el juez de vigilancia penitenciaria hasta que la Audiencia Provincial o Audiencia Nacional se pronuncien sobre el recurso de apelación, contradiciendo las tesis del Tribunal Constitucional sobre la efectividad inmediata de las resoluciones que acuerdan la libertad provisional, alegando como argumento que no nos encontramos ante una libertad provisional, sino ante una pena firme, respecto de cuyo cumplimiento nada puede acordar el juez de vigilancia penitenciaria, al que se priva de la efectividad inmediata de sus resoluciones, aunque vayan a favor de unos de los valores constitucionales que encarna el derecho a la libertad.
La modificación propuesta contradice también la letra y espíritu de la Ley General Penitenciaria, que impone respetar la personalidad humana de los reclusos y los derechos e intereses jurídicos de los mismos no afectados por la condena, sin distinción de ninguna clase.
La elevación de las penas a cuarenta años de prisión, cuando la gravedad de los delitos acumulados se extienda a dos o más con penas superiores a los veinte años, cerrando el paso a una posible reinserción, significa reconocer una profunda desconfianza en las posibilidades de regeneración del ser humano y en su capacidad de reflexionar sobre las motivaciones que le llevaron a delinquir. Una sociedad de sólidas convicciones democráticas y convencida de la superioridad indestructible de sus valores e instituciones, como lo demuestra el hecho de que el terrorismo lleva actuando en nuestro país más de treinta años, no puede demostrar en sus leyes que tiene miedo a la libertad, y mucho menos puede dar a entender que sólo exacerbando las penas, hasta límites no admitidos por nuestra Constitución y por los textos internacionales de Derechos Humanos, se pueden afrontar los ataques a la convivencia que supone cualquier acto delictivo.
El principio de la división de poderes, construido por el tan traído y llevado Montesquieu, no puede soportar sin deteriorarse que los jueces estén incapacitados para llevar adelante la efectividad de los principios constitucionales y que sea el Poder Ejecutivo, a través de la vía del indulto, el único que pueda gozar de la más absoluta discrecionalidad en la determinación de la duración de las penas.
Como decía Enmanuel Kant en su obra La metafísica de las costumbres, "la pena no se justifica en virtud de la utilidad social, cualquiera que ésta sea que se persiga con ella: la pena se impone para que la justicia domine en la tierra", sin descartar por ello sus efectos sobre el delincuente y sobre la sociedad. Nuestra Constitución, incorporándose a estas corrientes dominantes, atribuye a la pena un fin resocializador, que a la postre beneficia tanto al delincuente como a la comunidad.
Todos los sistemas de derecho comparado que establecen nominativamente la cadena perpetua, como una modalidad de las penas privativas de libertad, contemplan una revisión periódica, legal o por decisión judicial, que permite fiscalizar la evolución de los efectos de la pena y acortar su duración a límites que no incidan de forma absolutamente destructora e inhumana sobre la personalidad del recluso.
Por mucho desprecio y repugnancia que nos merezcan los actos de los terroristas, no podemos negarles su condición humana sin el riesgo de negárnosla a nosotros mismos.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.
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