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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Esperanza del artificio

¿Es posible, sin moverse de su sitio, llegar tan lejos? Así es, a menudo, que el revolverse empecinado en lo suyo, sin ceder ni un ápice de terreno, ese excavar ensimismado la propia entraña o elevarse en espiral en torno a su centro, sea precisamente aquello que a la larga permite mayor alcance y más alto vuelo. Viene esto a cuento de la nueva muestra personal que Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, Cádiz, 1948) presenta estos días en Madrid y que, superando con creces el, ya de por sí, espectacular impacto de la anterior cita, hace dos años, en esta misma sala, define un hito decisivo en la deslumbrante madurez consolidada en su obra con el cambio de siglo.

Pues vuelve aquí el pintor gaditano a insistir sobre lo sedimentado en el curso de su trayectoria, vuelve incluso a revisitar algún motivo ya apuntado incluso en los setenta, como en esa mujer que acecha a otra mientras se pinta las uñas y que, refundiendo dos temas de la época, da medida elocuente de la senda recorrida.

GUILLERMO PÉREZ VILLALTA

Galería Soledad Lorenzo Orfila, 4. Madrid Hasta el 18 de febrero

Vuelve el autorretrato recurrente, como vuelven los jeroglíficos e interiores alegóricos, dos de los cuales dedica en esta ocasión a paradigmas contemporáneos de esa deriva paralela que su pasión reserva a la arquitectura. Vuelve, por fin, a aflorar ese interés por la pauta ornamental despertada en su obra de los noventa y que nos depara aquí un lienzo hipnótico, Combate y destino.

Y en ese aguzar obsesivo las armas largamente conocidas, en la destreza acumulada al tejer ese agónico combate enfrentado a contratiempo por Pérez Villalta, entre esperanzado y melancólico, en defensa no sólo de la pintura, si no de la belleza o de la revelación de lo artístico, cosas tan denostadas por las supersticiones al uso, es donde acaba por imponerse, como fogosa revelación, la certeza de su argumento.

Lo hace además, tal como

acostumbra a dibujar el itinerario de sus exposiciones, en una secuencia modulada, al modo de lo apuntado, por distintos ciclos y arquetipos, hasta culminar en alguna pieza de mayor fuste y que sitúa un nuevo foco de referencia en el devenir de su obra.

Tres son, esta vez, las telas que componen ese cénit, en la apoteosis desplegada en la última sala de la galería. Las tres se cuentan, sin dudar, entre las piezas clave de su pintura. Dos apuntan, con artificio diverso, hacia esa articulación de lo sagrado que ocupa un lugar principal en la poética del artista: el sobrecogedor tondo con un mandala de lacerías vegetales y el altar del atrio vacante, abierto al confín insondable de un paisaje. Con todo, el último eleva la apuesta hacia registro mayor aún y lo hace justo en el filo que une, en el alma de Guillermo Pérez Villalta, arquitectura y pintura.

Imaginar como motor de la tarea del arte, de la labor visionaria capaz de concretar la emancipadora esperanza del artificio en esta pasmosa reinvención del orden escénico de la ciudad ideal, en una suerte de exasperación laberíntica de la claridad luminosa de la tabla anónima de Urbino. Desde luego, su apuesta más ambiciosa, seguramente su mejor obra y uno de los cuadros más fascinantes que se han pintado desde hace tiempo.

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