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Columna
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Panfletus

Estaba yo sentado en mi banco a orillas del Urumea al fin recuperado. Perdonen el inciso, pero hace tiempo que lo tenía ocupado por un señor que, cuando yo me acercaba, se ponía a gruñir. Uno de estos días, le lancé al pasar un hueso de pollo a una prudente distancia, y corrió jubiloso en pos de él y ya no ha vuelto. En fin, que las orillas del Urumea están muy raras, y hasta cuando le han querido poner un pendiente a la oreja de Van Gogh, se han encontrado con que en lugar de la oreja tenían una mofeta, y claro, todo olía muy mal.

Unos que no querían ponérsela, pues decían que para orejas las de cerdo, aseguraban que quien no lo quería era el que quería ponérsela y que sólo con esa intención había aireado la mofeta diciendo que era una oreja. Otros argüían que Arles y San Sebastián son lo mismo, que había que estar empadronado por lo menos en Aigues-Mortes para cantar rumbas donostiarras, y que quien perdió la oreja se quedó sin molleja. Otros, vaya, alegaron que La Oreja de Van Gogh había hecho pocos méritos porque era belarrimotza, a pesar de que se escribía con jota. Total, que el alcalde se quedó solo con la mofeta, se la llevó a casa y le colgó un tambor, no sabemos si para que se convirtiera en oreja o si para ir entrenándola como mascota para la próxima campaña electoral. La quiere utilizar como alegoría de la oposición: la mofeta sorda o ponga un voto en la oreja y verá como huele. Fin del inciso.

Pues bien, estaba yo sentado en mi banco del Urumea y vi de pronto que se acercaba una niebla. No era una nube, sino una pequeña niebla, que además olía a kokotxas. Así que me dije: es Max Bilbao, que viene de visita y me trae su regalito de fruits de mer(de). Yo había sacado ya del bolsillo el mantelito engagé, lleno de soflamas, ideal para comer kokotxas a la paz de Dios, pero la niebla se había ido disipando entretanto y lo que vi ante mí nada tenía que ver con Berlín-Nervión. No sabría describir a aquel señor, y es que sus palabras me deslumbraron de tal forma que no me dejaron verlo: Ego sum panfletus tuus, me dijo. A lo que yo exclamé, ¡ostras, Klodoveus, la clericalla! De eso nada, continuó el recién aparecido, que uno no viaja por el tiempo y por el espacio para confundirse con sus iguales, sino para aportar algo de variedad. Me explicó que era un dandi y que hablaba en latín para dignificar el género, el del panfleto, por supuesto. Que ya por Estrabón había tenido noticia de un país entre el Océano y el Ebro, país denominado Panfletulia Histerulia, en el que, se dijera lo que se dijera, siempre se decía lo mismo, entregados como estaban a una fabulosa operación lingüística de reducción de todos los diccionarios a un significado único.

Totalmente fascinado por los tirabuzones de su verbo, le pregunté por qué era panfletus tuus, es decir, meus, como un ángel de la guarda que velara por la correcta disposición de mis panfletos, y si conocía ese significado único que con tanto ahínco perseguían en ese país. Me respondió que ese país era el mío, éste que pisamos, y que si era tuus, es decir, meus, se debía a que era yo mismo en mi actual emanación, a la que había quedado reducido tras participar enconada, aunque atolondradamente, en esa operación de aplanamiento que ocupaba a todos mis paisanos.

En cuanto al significado único, me explicó, no pasa de ser un empeño, arduo empeño, eso sí, y todos quieren llevarse el gato al agua. Al final se impondrá el de aquél que hable más alto. Es cuestión de tanques, añadió pensativo, pues el significado único sólo lo fija el humo de la muerte. Cuando se corre en pos de él, es imposible no caer en el panfleto y éste es el heraldo de la aniquilación. Fíjate en mí, me ordenó.

Me pareció que no estaba mal para ir de Asmodeus caído de algún delirio de Estrabón, y supuse que debía de mantenerse en forma por las kokotxas. Se lo insinué, tratando de indagar el porqué del aroma que lo envolvía. Angulas, que no kokotxas, puntualizó, angulas y tambores. ¿No es ese el preámbulo del silencio, ese estruendo que tal vez sea una llamada de atención? Cerré los ojos, y ya no vi a Panfletus cuando los volví a abrir. A mi lado, en el banco, había una oreja. Me la llevé al oído como si fuera una caracola. No era el mar, pero sonaba muy bien.

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