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Reportaje:SIGNOS

El viaje andaluz de José Jiménez Lozano

El escritor, que obtuvo el último Premio Cervantes, ha recorrido la comunidad en su obra

Causa extrañeza que el jurado del último Premio Cervantes Salvador Bueno votara a José Jiménez Lozano sin haber leído nada suyo, pero es menos extraño el desconocimiento del escritor abulense por parte de muchos. A pesar de que en los últimos tiempos escribiera, sobre todo, novelas, el flamante galardonado no fue -hasta ahora- autor de mayorías.

Jiménez Lozano es una figura que pertenece a la rara estirpe de Machado, Julio Caro Baroja, Ramón Carande, Jiménez Landi... Gente muy diversa entre sí pero unida precisamente por la independencia de su pensamiento y por la sana curiosidad, seguidora del plan de salud que, al parecer, recomendó don Pío Baroja cuando dijo que "el carlismo se curaba leyendo y el nacionalismo, viajando".

Frente a tantos libros ñoños y excluyentes, la Guía espiritual de Castilla y León, de Jiménez Lozano, abre de par en par otra Historia de España: la de unos siglos -el XI y el XII- que vieron llegar desde el sur a los mozárabes para resplandecer en Castilla y empujaron hacia el sur a los Alba, los Tous, los Álvarez de Toledo, los Medinaceli... para convertirlos en andaluces.

Al mismo tiempo que en Sevilla Ortiz Nuevo paría la idea de encargar a Eduardo Chillida el Monumento a la Tolerancia, Jiménez Lozano desarrollaba una hipótesis de trabajo contraria al estereotipo afirmando que la Inquisición había fracasado en su intento de destruir las culturas a las que se enfrentaba. Esa visión me pareció sugerente: era como asaltar la última trinchera en la que se refugiaba el cliché de un país creyente a pies juntillas -aunque fuera lamentando los métodos del Santo Tribunal- en su pureza étnica y sentimental.

Otro libro apasionante de Jiménez Lozano es el ensayo Los cementerios civiles y la heterodoxia española. Se trata de otro libro de caminante por la geografía y la personalidad de España en el que avatares andaluces de todo el XIX y buen trayecto del XX ocupan un lugar destacado. El volumen se abre con una cita de Eugenio Noel a propósito del cementerio civil de Sevilla: "es muy pequeño, es la imagen del poder civil en España".

A partir de ella, del viaje físico por otros corralitos -así se llamaba popularmente a estos recintos- y de una documentación sobre la época tan exhaustiva como la de don Julio Caro Baroja en su Ensayo sobre la literatura de cordel, Jiménez Lozano encaraba los problemas de una nación sin acabar de salir del cascarón de la teocracia, donde las débiles élites laicas, mucho más religiosas en realidad que sus oponentes, elevaban su testamento a la categoría de manifiesto para protestar por medio del laicismo de su propio entierro. A su manera intentaban, como el Cid Campeador, ganar batallas después de muertos.

Por el libro desfilan con mayor o menor protagonismo esos nombres del callejero sevillano o gaditano -Federico Rubio, Cano y Cueto, Antonio García Blanco, Federico de Castro, Gumersindo Azcárate...- cuyos méritos nunca nos explicó nadie aunque quizás por eso permanecieran en los rótulos de cerámica de Pickman; también los corralitos, subsistentes tanto en ciudades como apartados pueblos de Granada, Sevilla o Huelva, visitados por el autor.

Allí se abren muchos herméticos porqués de nuestra historia en episodios desconocidos del Trienio Revolucionario de Riego, la llegada del Constitucionalismo con algunas semejanzas a la reciente transición democrática, la soledad de fondo de los hombres de la I República, el aislamiento aún mayor de los que se atrevieron a levantar la Institución Libre de Enseñanza, los esfuerzos y las contradicciones de la izquierda por conquistar los camposantos en la II República...

Al día siguiente de la concesión del Premio Cervantes un rastreo por varias librerías deja un regusto triste. Nada, ni uno solo de ellos estaba en el mercado desde hacía mucho tiempo. Si el galardón de las letras se hubiera fallado aquí, seguramente el desconocimiento de los jurados hubiera sido mayor que el de Salvador Bueno.

El primer entierro civil de España

El primer entierro civil de toda la historia de España se celebró en Cádiz en los últimos días de enero de 1822: era el de un ex cura vasco, Fray Juan Antonio de Olabarrieta, que se hacía llamar Clara-Rosa por el nombre de sus dos mujeres.José Jiménez Lozano dedica bastantes páginas de su libro Los cementerios civiles... a describir el clima reinante en la bahía tras la proclamación de la Constitución por las tropas del coronel Riego y a analizar el mimetismo de las ceremonias religiosas que siguieron en las suyas los Exaltados del laicismo.Un año antes, el día de la entrada de la primavera, se había celebrado con una gran minuciosidad de detalles el "entierro del Despotismo, hijo de Doña Arbitrariedad y Don Capricho" como si se tratara de un epílogo carnavalesco con recuas de asnos, representando a los serviles, y carros y carretelas llenos de personajes simbólicamente chuscos.Pero en el postrer homenaje a Clara-Rosa los símbolos -niños hospicianos en fila de a dos, pobres con hachones encendidos, ciudadanos con ramas de olivo, orquesta interpretando marchas patrióticas- configuraban una verdadera procesión en la que el paso o trono estaba en el cuerpo del difunto que, vestido con túnica blanca, la Constitución abierta en una mano y una pluma en la otra, se convertía en la imagen especular de Santo Tomás de Aquino, San Agustín o, incluso, Santa Teresa de Jesús. Una procesión tan barroca en definitiva como las que se pretendía desterrar."Apoteosis de fe contra apoteosis de increencia, religión civil o civilidad que no acierta o no puede ser laica y prosigue siendo religiosa contra religiosidad confesional", escribe Jiménez Lozano, que hace suya aquella reflexión de Juan de Mairena: en España los políticos de izquierda no calculaban el golpe del retroceso de la culata cuando disparaban sus fusiles de retórica futurista.

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