Lula da Silva en Maracaná
Si Bush padre se dijo que era la clase de tipo ante el que cualquier chica se horrorizaría si intentaba sacarla a bailar, qué no podrá decirse del rústico hijo que hace de 'okupa' de la Casa Blanca Si Bush padre se dijo que era la clase de tipo ante el que cualquier chica se horrorizaría si intentaba sacarla a bailar, qué no podrá decirse del rústico hijo que hace de 'okupa' de la Casa BlancaSi Bush padre se dijo que era la clase de tipo ante el que cualquier chica se horrorizaría si intentaba sacarla a bailar, qué no podrá decirse del rústico hijo que hace de 'okupa' de la Casa BlancaSi Bush padre se dijo que era la clase de tipo ante el que cualquier chica se horrorizaría si intentaba sacarla a bailar, qué no podrá decirse del rústico hijo que hace de 'okupa' de la Casa Blanca
Basta con leer Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, para comprender que el triunfo de la Revolución Cubana del 59 no habría sido posible sin el arraigo en la isla caribeña de la cultura norteamericana de raíz europea. No importa lo que Fidel Castro y el Che Guevara creyeran estar haciendo cuando lo que hacían era implantar el programa de la Revolución Francesa en una isla de nueve millones de habitantes. Otros lo intentaron antes, como Zapata en México a principios del siglo pasado o Jacobo Arbenz en la Guatemala del 54. Fracasos históricos que tal vez deben su deriva a su enclave continental, como sucedió en el Brasil del 64 con Joao Goulart o en el Chile de Allende diez años después. El sindicalista Lula resume su programa de Gobierno en algo tan sencillo como imposible: que todos los brasileños puedan desayunar, almorzar y cenar. Es una revolución tan formidable la suya y de tanto miedo escénico que acaso no podrá irle bonito.
Parar a Bush
La irrisoria mezcla de zafiedad y bravuconería que define al chaval de los Bush es cosa de poca monta al lado de la escasez de las protestas suscitadas por las atrocidades que ese vaquero de repostería se propone cometer, quizás porque, tal como anunció, ya ha puesto en nómina a una legión de periodistas. Lo peor de ese sujeto que accedió de manera un tanto dudosa a la Presidencia de Estados Unidos no son sus maneras de patán al que nadie invitaría a su fiesta de cumpleaños, ni siquiera su propensión inducida a dividir el mundo entre los buenos y los malos, sino más bien su resolución -también inducida- a resolver cualquier conflicto mediante la intervención armada. Frente a ese grotesco portavoz de intereses estratégicos de mucha destrucción masiva conviene levantar la voz aún a riesgo de pasar por ingenuo antiamericano del sesentayocho.
Asistencia social
El Centro de Salud más próximo al Pont de Fusta cuenta, además de un equipo médico en general bastante esmerado, con el servicio de una animosa asistente social cuyo diminuto despacho se ve muy frecuentado por inmigrantes de diversas nacionalidades que acuden allí para resolver los problemas sanitarios o de otra índole que les afectan. Muy a menudo hay colas ante esa puerta milagrosa, de lunes a jueves durante todas las mañanas, tanto se demanda ese servicio. Antes de navidades era posible depositar allí ropas o juguetes para los más pequeños, que la asistente ponía a disposición de sus desamparadas visitas según llegaban. Ahora, alguien ha dado la orden de interrumpir esa mecánica, de manera que los más necesitados tendrán que buscar en otro sitio lo que allí encontraban. Como si la salud verdadera fuera ajena a la urdimbre del afecto que la procura.
Fagotización
Se puede entender como un mérito, para paladares poco exigentes, pero lo mismo es una enorme desgracia cultural. En una cadena televisiva, creo que norteamericana, han pasado las imágenes de un pobre psicótico que se zampa las vísceras y otros atributos carnales de un niño, o alguna otra temeridad de esa clase. El teórico dirá que se trata de un paso más en esa sociedad del espectáculo a la que tanto lustre proporciona la pequeña pantalla del saloncito, pero sólo desde un gusto desmedido por la vejación se puede no ya disfrutar sino aceptar siquiera que esas mórbidas estupideces se retransmitan en prime time. La desoladora vacuidad de Gran Hermano (que miserabiliza incluso la campaña electoral del Bloc de Pere Mayor) es una inocente versión posmoderna de Los tres cerditos al lado del canibalismo endógeno que irrumpirá en un medio cada vez más ultrajante. Todo para que el ama de casa aprenda algo de sociología silvestre mientras plancha las camisas, como es natural.
De vuelta
De camino al cole con la cría después de las fiestas, los adolescentes a la puerta del instituto de secundaria, es temprano y hace frío, la cría se entretiene porque lo mismo no sabe si quiere o no volver a su trabajo, los jóvenes se ríen a carcajada limpia de las ocurrencias navideñas de sus padres, del estorbo cruel que les suponen, del agobio en general de la vida en familia, y de pronto empiezan a demandar a gritos hastiados que las Fallas lleguen cuanto antes, la niña se contagia del jolgorio y entona con su voz de resfriada una canción indescifrable que nos lleva a la entrada del colegio y se prolonga hasta el bar donde luego desayuno y miro sin fijarme a una altiva adolescente que trabaja en la tienda de ropa de la esquina y toma su café con leche cada día leyendo lo último de García Márquez hasta que dan las diez y desaparece y le deseo en silencio -al arrancar el día- mucha, mucha suerte.
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