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Columna
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Diferenciarse

Me gustaría empezar resumiendo un cuento que un alumno presentó una vez en nuestro taller de escritura: un hombre se dirige a presenciar la ejecución en la silla eléctrica de un condenado a muerte. Es partidario de la pena capital y ha sido miembro activo del jurado que ha pronunciado la sentencia. En el camino evoca los momentos clave de las deliberaciones y el veredicto. Recuerda en particular sus tensas discusiones con otro de los jurados, un electricista que hasta el final luchó por salvar la vida del reo. Llega por fin al lugar de la ejecución; ocupa su puesto entre los espectadores. Todo está listo. El verdugo baja la palanca de la corriente y entonces se produce un apagón. Cuando vuelve la luz, el reo ha muerto electrocutado, pero también nuestro protagonista. Alguien había conectado su silla con la otra.

Ustedes ya habrán adivinado quién. Efectivamente, fue aquel electricista del principio. Y también podrán imaginarse la fundamental objeción que el taller le opuso al relato: la falta de verosimilitud. No resultaba creíble que un acérrimo defensor de la vida se convirtiera en el último momento y sin explicación en un verdugo. He utilizado muchas veces el "negativo" de este relato para explicar la verosimilitud, la coherencia interna que todo texto narrativo debe tener si aspira a ser leído, creído y respetado. Siempre le doy las gracias a Fidel, mi alumno; hoy también quiero dárselas. Porque el error de su texto -el olvido de la coherencia, es decir de la diferencia- adquiere para mí, en estos días, otro sentido. Me permite una nueva conexión entre las dos "sillas" de portada: el terrorismo y la cárcel.

Que el terrorismo nacional e internacional es una lacra a la que hay que responder con contundencia y sin ambigüedades no admite dudas. Los puntos de interrogación vienen después, a la hora de determinar cuáles deben ser la naturaleza y los principios de esa respuesta. La aplicación de la pena de muerte -y de la cadena perpetua que es una pena capital de hecho y de símbolo-, por ejemplo en EEUU, obedece a una lógica de equivalencia que no comparto, según la cual para defenderse del asesinato hay que matar. No voy a comparar la agresión y la respuesta en lo que no son comparables. Pero sí tienen algo en común, son muerte y muerte en ambos lados. Y creo que las sociedades que la admiten están más dispuestas a aceptar esa otra equivalencia que consiste en responder con bombardeos, destrucción y muertes "colaterales" de inocentes, al terrorismo de las bombas destructivas de inocentes. Las dos sillas están unidas de algún modo -y sigo comparando sólo lo comparable-, entre ellas circula la misma corriente.

La misma corriente, la misma coherencia, debería correr también en la otra dirección, en sociedades como la nuestra que abolieron las penas capitales y máximas. Que introdujeron en su Constitución la noción de límite para responder a la violencia, es decir, que subrayaron el principio de la diferencia entre el agresor, asesino o terrorista, y los demás.

El tango dice que "veinte años no es nada", pero se equivoca. Es mucho; y treinta años mucho más, un montón -que cada cual piense en su propia vida de adulto. Son tantos años que nuestro orden jurídico vigente -y vigoroso cada vez que se aplica- estima que son suficientes y el límite de la compatibilidad con la reinserción que es una exigencia constitucional que vuelve a marcar la diferencia, la distinción entre la verdadera administración de justicia y el simple negociado de la represión.

El gobierno de Aznar lo olvida. Como olvida otros muchos principios fundamentales. Por ejemplo que defender la vida es contribuir al gozo de vivir, no al miedo. Que la reinserción es también una responsabilidad de los gobiernos, que deben diseñar y aplicar estrategias de intervención en las prisiones. Y olvida sobre todo que el bien se impone al mal no por la fuerza, sino por el prestigio. Por coherencia consigo mismo y con su valor. Es decir, por la rotunda superioridad de su diferencia.

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